AAR Roma, Vae Victis: Civis Romanus Sum

Para poder leer y disfrutar de todos esos AARs magníficos que hacen los foreros.

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Silas
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Re: AAR Roma, Vae Victis: Civis Romanus Sum

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Ineluki escribió:Sin palabras me quedo. Pedazo AAR. :shock:
Gracias hombre! :D
Seguimos para bingo...
Silas
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Capt. XIV: Indocti discant et ament meminisse periti

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Cenó frugalmente. A pesar de aquella especie de destierro, intentaba no dejarse vencer por el desánimo. A tal fin se obligaba cada mañana a levantarse con la tropa y pasaba el resto del día ocupado en las diversas e inacabables tareas propias de su cargo. A última hora de la tarde, cuando el sol quedaba oculto tras el horizonte, se permitía el único capricho de su vida: retirarse a sus aposentos para leer los últimos despachos oficiales que desde Roma le enviaban con cuentagotas y, mucho más entretenidas, las epístolas de sus amigos manteniéndole al tanto de diferentes asuntos privados. El servicio había finalizado sus quehaceres y tenían instrucciones de no permitir que su sueño se prolongara más allá de lo imprescindible; a la mañana siguiente había sido invitado a la mesa de un rico hombre de negocios de la zona y era importante no enfadarle pues aquel pícaro comerciante tenía la costumbre de decidir, en el último momento, si durante el ágape serviría su famoso y excelente vino o, por el contrario, aquel brebaje imbebible que le era enviado desde Oleastrum. Esa noche un molesto viento se levantó poco después de que Quinto Cecilio Metello se acostara en su confortable y mullido camastro. Acompañado de numerosos legajos, había decidido poner al día su correspondencia y así responder a las más de quince epístolas que reclamaban su atención. Unos momentos más tarde se sorprendió al comprobar como un líquido espeso y de un brillante rojizo salpicaba, gota a gota, sus sábanas de lino. Lo último que su mente recordaría sería como, al poner sus manos en el cuello –rebanado de cuajo-, sintió una extraña picazón, una cálida sensación de terror que le hizo comprender que Cayo Mario, por fin, había cumplido su promesa.

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A la mañana siguiente, un pelotón de soldados ascendía por la ladera del monte Palatino. Guardando un perfecto orden y manteniendo un buen ritmo parecían no acusar la pendiente del camino y la pesada carga de sus armas, cascos y escudos; hacía años que sus cuerpos se habían acostumbrado a moverse con soltura a pesar del peso acumulado. Llegaron a una de las domus más espléndidas de Roma. Llamaron a la puerta con una serie de golpes cortos pero contundentes. Un esclavo abrió la puerta y ellos pronunciaron sólo un nombre. El asistente movió la cabeza negativamente y dijo que el señor de la casa había partido la noche anterior, con destino incierto y protegido por una pequeña guardia de hombres. Los soldados se miraron y aquel que parecía comandar el grupo dio un empujón al esclavo, haciéndole perder el equilibrio y cayendo sobre una ánfora decorativa, y ordenó que se registrara toda la casa sin olvidar ningún rincón. Unas horas más tarde, Cayo Mario recibía un breve mensaje: “Lucio Cecilio Metello ha huido, se ha declarado en rebeldía y está preparando un poderoso ejército”.

Diciembre, 648 AUC.

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NOTA: La traducción de la frase es: ""Apréndalo los ignorantes y recuérdenlo los entendidos"
Silas
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Capt. XV: Minimizando daños

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El sol había llegado a su zenit en aquel desangelado mediodía de diciembre. Cayo Mario acudía a una reunión con Servio Sulpicio Galba que debía celebrarse en la domus de su buen amigo Marco Emilio Lépido. Pero de camino a su cita, decidió tomar un pequeño pero incómodo atajo, rodeando el Aedes Tensarum, un pequeño templo en el área capitolina, situado a la derecha del Templo de Júpiter Optimus Maximus, en pleno monte Capitolino. Allí era donde se almacenaba la plata y el marfil con los que se adornaban los carros que llevaban a los dioses durante los festivales de teatro y los triunfos que la ciudad celebraba. Cuando casi ya lo había rebasado, salió de su interior una pareja de sus famosas vírgenes, encargadas de mantener el orden y el perfecto estado del templo. De pronto y reconociendo al Cónsul, las dos individuas cayeron al suelo, pusieron los ojos en blanco, empezaron a sacar espumarajos por sus bocas y le espetaron al unísono, señalándolo con sus dedos índices:

Maldito. Maldito seas para toda la eternidad. Para aquellos que mancillan el honor de nuestros ancestros, el cognomen Mario no debe ser más que el recuerdo de aquello que deberá quedar silenciado por siempre jamás. Que a vuestro paso la tierra se torne estéril. Que con vuestra presencia ningún hombre de bien sienta la tentación de confiar en ti. Que seas tú el que de ahora hasta el fin del mundo vague por esta tierra con la pena de quien ha ofendido a los dioses

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Minutos más tarde, Cayo Mario relataba con humor el incidente de Aedes Tensarum. Mientras Servio Sulpicio y Marco Emilio lo miraban con sus rostros serios, el Cónsul se divertía a expensas de las vírgenes haciendo mofa de la coincidencia en sus palabras “dichas como si hubieran sido aprendidas con anterioridad”. De todas formas y atendiendo a los buenos consejos de sus interlocutores –más respetuosos con las revelaciones de sus dioses-, prometió hacer un par de buenas ofrendas para tranquilidad de todos. Habían transcurrido sólo un par de días desde que Lucio Cecilio Metello huyera cobardemente de Roma, pero la situación estaba clara para todos. Media Hispania (Galaicos, Brácara, Oretana, Contestana, Bela, Sagunto, Ilercavones, Sedetana, Vaccea, Arevaca, Lusones, Ilergetes y Casetana), el norte de Italia (Liguria, Galia Cisalpina, Bononia, Paleoveneto e Histria) y gran parte de Asia Menor (Cária, Lídia y Pérgamo) habrían apoyado al rebelde. Pero quizá, más preocupante que la revuelta de un manojo de provincias que sería convenientemente aplacada. No, lo que realmente preocupaba a aquellos hombres eran las legiones y generales a los que tendrían que hacer frente, tanto por su número, como por la capacidad de sus legados. Entre éstos, Cayo Mario lamentaba profundamente que dos legiones tan importantes como la primera de Lucio Cecilio Metello y la undécima de Lucio Valerio Flacco situadas en Teveste, hubieran decidido alinearse en el bando rebelde. Resultaba preocupante también que Cayo Licinio Getha se hubiera hecho con la quinta legión situada en Hispania y la segunda flota romana con el mando de Cayo Porcio Catón; sin duda alguna, esos serían los más grandes escollos a superar.

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Pero el primer hombre de Roma aún quería considerar las repercusiones de algunos cabos que todavía estaban sueltos y estos eran dos grandes interrogantes: qué acciones debía tomar contra la familia Cecilio Metello?. Debía ser pragmático y premiar a los que de aquella familia hubieran permanecido fieles a la causa de los Mario?. O, por el contrario, debía ofrecer al pueblo de Roma una muestra del camino que seguirían aquellos que habían osado desobedecer al Cónsul?. Y por otro lado, ¿qué suerte debía considerar respecto de su inefable y público enemigo, Marco Emilio Escauro?.

Como primera medida, Cayo Mario debía considerar el nombramiento de todos aquellos cargos importantes de la República que habían quedado desiertos por la rebelión de esos necios. Así, era apremiante designar a un nuevo cuestor del ejército, cuestor de la armada, un edil y un pretor. Y mientras empezaron a barajar diferentes nombres, cayó la noche.

Un día después, a medianoche, partía de África un misterioso emisario. Tras de sí dejaba los muros de la ciudad de Cartago.

Diciembre, 648 AUC.


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NOTA: De la gens Cecilio Metello que nos ocupa, actualmente viven los gobernadores fieles a Mario, Marco y Quinto Cecilio Metello. También permanece junto a la República Quinto Cecilio Metello mientras que el culpable directo de la guerra civil, Lucio Cecilio Metello, lidera la rebelión.
Silas
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Capt. XVI: Los dioses han hablado

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Marco Emilio Lépido, Póntifex Maximus, encabezaba la silenciosa comitiva seguido por Cayo Mario y Marco Antonio Longino, un anónimo granjero de las afueras de la ciudad. Una serie numerosa de ayudantes flanqueaban a los tres hombres hasta que estos llegaron al sencillo altar engalanado para la ocasión. La diferencia entre los hombres de Roma se hacía patente en cada rincón de sus vidas públicas y privadas. Así, mientras el aún Cónsul se hacía acompañar de una carreta repleta de ovejas, el humilde Marco Antonio transportaba, en sus propios brazos, una única gallina. Él jamás hubiera podido imaginar que el propio Pontifex Maximus de la República fuera a dirigir su ofrenda. En condiciones normales hubiera sido atendido por una simple sacerdotisa, sin pompa ni ninguna especial dedicación; una más de las centenares que se realizaban por todo el Imperio. Pero la maldición de las vírgenes del Aedes Tensarum y la posterior promesa que Cayo Mario formulara la noche anterior a sus amigos, convirtió lo que a priori no sería más que una modesta ceremonia para un miserable privatus, en todo un acontecimiento con la presencia de las primeras figuras de Roma.

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Tal y como establecían las tradiciones, esperaron a que el primer rayo del sol bañara los edificios más altos del foro. Siguiendo los avisos de sus ayudantes, llegado el momento propicio, el Póntifex tomó la primera oveja de Cayo Mario y pronunciando la fórmula del rito ancestral, procedió a sacrificarla dejando que la sangre manchara sus manos y la manga de la espléndida toga que vestía, brotando aún al ritmo que marcaba el corazón del indefenso animal hasta que éste terminó por extinguirse. Marco Emilio mojó sus dedos en el espeso y brillante líquido y los pasó, de izquierda a derecha, por la frente de un silencioso Cayo Mario. Pero cuando el Póntifex se disponía a celebrar nuevamente el mismo rito con el segundo de los sacrificios que el Cónsul había decidido, una pareja de cuervos, negros como la oscuridad, realizaron varias pasadas por la vertical del lugar exacto donde estaba situada la comitiva. A pesar de la doble ración de azufre que fue arrojada a los fuegos sacros para aumentar la luminosidad de la ceremonia y evitar esta clase de incidentes, quedó patente que algo había impulsado a esas aves a comportarse de esa inadecuada forma y no existía ninguna razón para no pensar que simplemente fuera la voluntad contraria de los Dioses. Con la confusión de lo sucedido y mientras el Pontífex vociferaba a diestro y siniestro exigiendo la llegada de los halcones -que en estos casos tenían una eficacia probada-, nadie reparó en Cayo Mario; éste permaneció inmóvil, con los ojos muy abiertos y el semblante propio de quien ha visto a un fantasma. Tan impresionante resultaba la visión del Primer Hombre de Roma en pleno episodio de pánico que Marco Antonio Longino huyó del lugar perdiendo en el camino algunas pertenencias personales, gallina incluida.

Horas más tarde, Marco Emilio Lépido salía del Templo de Júpiter Optimus Maximus con una grave expresión en su cara. Había encargado a sus sacerdotes que realizaran multitud de ofrendas a fin de conseguir el favor de las divinidades romanas. Con los tiempos que se avecinaban todos entendían que resultaba imperativo un buen augurio que serenase los ánimos y alentara los corazones. A pesar del “incidente” vivido a primera hora el Pontifex concluyó que el augurio había resultado todo un éxito ya que diferentes observadores comprobaron que los intrusos alados no sobrevolaron “por encima de sus cabezas” sino, “próximos a sus cabezas”. Esta sutil diferencia debería bastar para convencer a los más incrédulos de que su Cónsul seguía siendo uno de los preferidos por sus dioses y que sólo las malas lenguas habían exagerado los hechos para convertirlos en algo que nunca fue. Puertas adentro, todos se extrañaron de la reacción de Cayo Mario. Le tenían por alguien que si bien en público se mostraba como el más respetuoso de las tradiciones antiguas, en privado exhibia un total y absoluto desapego a las creencias del pueblo. Por esta razón resultaba aún más sorprendente el miedo que se dibujaba en el rostro del más prominente de los Mario.

Diciembre, 648 AUC.
Silas
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Capt. XVII: La diplomacia es el arte de la guerra...

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Marco Livio Druso temía lo peor. Estaba convencido de que esa sería su última misión y que no conseguiría volver con vida. Por esa razón dedicó los días previos a redactar una breve pero afectuosa carta para su mujer y a despedirse de sus compañeros y amigos a quienes regaló sus pertenencias de campaña. Subió a su caballo y dejó atrás la protección de aquellos muros donde había prestado servicio los últimos catorce meses, no sin antes detenerse y dirigir una mirada llena de amargura hacia la ciudad de Cartago; esta aún permanecía sumergida en el abrazo de la noche y nadie, a excepción de la pequeña guardia romana, supo de su partida. Tras algunos días cabalgando entre el polvo númida, aquel legado de Roma, sólo e indefenso, penetró en tierras enemigas dirigiéndose directamente hacia su capital, Hippo Regius. Los vigías dispuestos por los diferentes generales númidas a lo largo de todo el reino habían seguido el recorrido de aquel enviado de la República y solo la buena disposición de Gauda –hermano de Yugurta-, había permitido que aquel imprudente jinete hubiera llegado hasta a las puertas de la apacible capital númida sin ninguna novedad.

Marco Livio Druso fue conducido, enérgicamente aunque sin violencia, hasta una pequeña sala situada en la parte oeste del palacio númida. Decorada sobriamente y con un gusto claramente helénico, el legado romano permaneció en silencio frente a la figura de aquel desconocido que, absorto en la contemplación de la frondosa ribera del río Ubus a su paso por la ciudad, permanecía ausente respecto a aquella repentina y molesta intromisión de su paz. Unos minutos después y tras las presentaciones de rigor –formalidad que todos los enviados romanos se obligaban a realizar salvo que los modos de sus interlocutores fueran tan bastos que la situación se convirtiera en ridícula-, los dos personajes se habían enfrascado en una dura negociación. Con estas palabras informaba el general Cneo Domicio Ahenobarbo a un preocupado Cayo Mario:

La situación, apreciado Cónsul, iba más allá de unas simples negociaciones de paz entre dos naciones. Corríamos el riesgo de solicitar a un enemigo, ciertamente debilitado, pero aún con fuerzas suficientes como para presentar una dura resistencia, un precio excesivamente caro y alentar su venganza. Y de la misma forma, firmar una paz con unas condiciones benévolas podría ser tomado como una invitación a atacarnos dentro de un futuro inmediato. Además, sabíamos que los rebeldes estaban intentando atraer a su causa a Yugurta, con el que ya habían mantenido alguna conversación en este sentido. Si ello sucediera, en África deberíamos hacer frente a una situación muy comprometida.

Marco Livio Druso se dio cuenta de que el principal temor númida, alimentado por los infames negociadores de Cecilio Metello, era que Roma aprovechara el momento en que unos y otros se enfrentaran, para asestar el golpe definitivo aún a costa de vulnerar la tregua entre Numidia y Roma. Acertó usted al recomendarme que enviásemos a Marco Livio porque en este punto estuvo rápido y consiguió convencer a Gauda que sólo cabe buscar el honor en el comportamiento de Roma y que siempre cumpliremos los acuerdos. Aún más que eso; con un acuerdo de paz, sus únicos enemigos serían las tropas rebeldes que actualmente están asaltando la provincia romana de Teveste, la cual pasaría a ser númida.

En realidad, convencimos totalmente a Gauda cuando le ofrecimos tropas para eliminar la amenaza rebelde de Teveste. Más cuando les hemos garantizado que nuestra memoria será muy débil a la hora de recordar los excesos que sobre los rebeldes puedan caer siempre y cuando estos no se produzcan sobre suelo romano


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Finalizado su trabajo, Marco Livio Druso retornó a Cartago escoltado por una parte de la guardia privada del propio Gauda. El trato impecable otorgado al negociador romano fue uno de los factores que Cayo Mario consideró en el momento de bendecir los acuerdos. Ahora debía prepararse para derrotar a unos rebeldes que con el paso de los días iban adquiriendo más y más fuerza.

Enero, 649 AUC.
Silas
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Capt. XVIII: Rostra

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Publio Apio Clodio salió tambaleándose de la taberna. Le dolía un poco la cabeza y el mundo le daba vueltas por los excesos del alcohol. La venta del día había sido excelente y a media tarde ya había despachado hasta las últimas existencias de esas finas aceitunas de Campania que tanto gustaban a los romanos. Así es que decidió celebrarlo pasando un agradable rato en el negocio de su amigo Cayo Antonio, donde no se aguaba el vino y además de barato, éste era servido por Octavia, jovencita de generosas curvas y moral más que distraída. Pero siempre llegaba el momento de retornar a su modesta casa del Subura donde le esperaba el martirio de los gritos incesantes de su esposa. Decidió sortear esa bronca dando un pequeño paseo por el foro, con la esperanza de que el frío y el esfuerzo diluyeran el hedor a vino que su boca exhalía. Encaminó sus pasos hacia allí, atravesándolo de este a oeste y sin ningún motivo especial -salvo la coincidencia-, acabó pasando por delante de los Rostra. Recordó el día en el que su padre le explicó como el Cónsul Cayo Menio derrotó a la flota de sus enemigos volscos en el puerto de Antium, mandando arrancar los rostra o espolones de los barcos enemigos y situarlos en ese mismo enclave, justo en el muro de la tribuna de oradores que hasta allí acudían a dar sus discursos a quien quisiera escucharlos.

Aún a pesar de los vaivenes propios de su estado etílico se sorprendió de ver una larga lista clavada en uno de los muretes habitualmente utilizados por los diferentes cónsules en sus comunicaciones con los ciudadanos romanos. Se acercó, atraído más por la curiosidad que despertó el contemplar la extensión del documento que no por la atención que solía prestar a ese mundo demasiado alejando de su vida cotidiana. Al instante, un frío relámpago le atravesó su columna vertebral; jamás en su vida, ni en la vida de su padre, ni en la del padre de este, Cónsul alguno había decretado el encarcelamiento de un número tan elevado de conciudadanos. El comunicado ocupaba varios tramos del muro sobre el cual se ejercitaba una de las virtudes más admirables de la República: la palabra.

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La mayoría de aquellos incautos le resultaban desconocidos; en general su existencia se limitaba a la compra-venta de alimentos; regentaba una pequeña tienda más allá del Subura y, por precaución propia y consejo de su padre, se mantenía alejado de las vicisitudes de la vida pública de Roma. Pero aquella noche de enero supo que los centenares de nombres que ante sus ojos se alineaban no era más que el anuncio de las tremendas desgracias que, sin duda, se cernirían sobre la ciudad eterna. De repente, el bueno de Publio Apio Clodio se alejó precipitadamente de aquel infame lugar. Con el horror dibujado en sus ojos decidió que él y su familia abandonarían la ciudad a la mañana siguiente. Dos nombres destacaban, con luz propia, entre las varias columnas de inscripciones; dos nombres que incluso el más humilde de los romanos conocía; dos nombres que traerían la desolación a las vidas de todos: Marco Emilio Escauro y Marco Cecilio Metello. La sangre correría por las calles.

Enero, 649 AUC.
Silas
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Capt. XIX: El honor romano

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Marco Emilio Escauro entró a su celda con todo el valor que fue capaz de reunir. Durante el camino no dejó de dar gritos proclamando su inocencia y exigiendo ser oído en un juicio, pero calló de improviso en cuanto la carreta que lo transportaba penetró los muros del tullianum. Unas horas más tarde sollozaba como un niño con esos grandes ojos verdes, bramando para que el Cónsul lo liberara. No se autorizaron ni visitas ni favores particulares y Cayo Mario dictó las órdenes precisas para que los custodios que debían vigilar al preso fueran, a su vez, supervisados por soldados de su confianza. El máximo rigor sería aplicado al reo. La noticia corrió por toda la ciudad pero ninguno de sus compañeros del Senado movió un dedo a favor de Marco Emilio. Ni sus partidarios, cuyo cacareo incesante había inundado la Curia Hostilia durante semanas enteras, ni sus clientes, cuyas deudas e impagos les haría, sin lugar a duda, una la vida mucho más fácil.

Casi al mismo tiempo Julia, hija de los Iulii Caesares –cuyo cognomen significaba “cabellera” precisamente porque sus miembros se caracterizaban por lucir una precoz calvicie- y, a su vez, mujer de Lucio Cornelio Sulla, gobernador de Lusitania, vendió todas sus propiedades, reclutó a un reducido número de mercenarios y, dando cobijo a un grupo de rebeldes, abandonó en silencio la ciudad de Roma. Sin duda alguna esta acción ponía en una peligrosa posición a su marido. Si Julia había obrado siguiendo sus instrucciones, entonces Cayo Mario había descubierto a un nuevo rebelde. En cambio, si la esposa del gobernador había actuado de forma individual, debería ser castigada con la mayor severidad.

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Por el contrario, Marco Cecilio Metello lejos del barro de los innobles, tras tener conocimiento de que su nombre era el segundo de la primera lista colgada en los Rostra, reunió a familia y amigos en una inesperada fiesta que se prolongó hasta altas horas de la madrugada. Redactó un breve testamento, pagó sus deudas, escribió algunas cariñosas cartas a sus mejores clientes e incluso perdonó algunos dineros a aquellos que se encontraban en una situación más comprometida. Con las primeras luces de la madrugada se despidió de su fiel esposa a la que quería más que a nada en el mundo no sin antes dar un cálido beso en la frente de su hijo que ya dormía. Ordenó al servicio que se retirara y guardara silencio; dirigió sus pasos hacia su salón preferido, un pequeño habitáculo situado en el ala oeste de la domus, donde se hallaba una de sus caprichos más privados. Se despojó de su túnica y se introdujo dentro de una bañera de cobre que un rico comerciante macedonio le regalara hacía ya varias décadas y dejó que la habitación se llenara de aquellos efluvios procedentes de las hojas perfumadas con las que su fiel sirviente Alexandros completaba la sesión del baño. Tomó con aplomo una afilada cuchilla que él mismo había depositado antes de la llegada de sus invitados y, sin titubear, practicó en su brazo izquierdo una serie cinco de largos cortes longitudinales, desde la muñeca hasta el codo, siguiendo el recorrido que dibujaban sus venas. Al instante vio como su propia sangre brotaba de forma pausada pero incesante, desvió la mirada, respiró hondo y se preparó para recibir la llegada de la muerte con la misma dignitas con la que había vivido. Expiró algunos minutos más tarde.

Enero, 649 AUC.
Silas
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Capt. XX: Disturbios

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El encarcelamiento de Escauro pareció alimentar, entre los barrios más pobres, una cólera que más próxima parecía al pago de generosas sumas de dinero que no a la simpatía que el preso despertara en esas colinas. En cualquier caso los alborotadores habituales tomaron las calles. Encabezados por un tal Antonius –uno de los más fieros matones de la ciudad-, bajaron desde el Subura al grito de “muerte al Cónsul, liberad a Marco Emilio!”, para reunirse en las proximidades del Templo de Cástor. Allí empezaron molestando a los comerciantes que aquella mañana se dirigían hacia el mercado y acabaron armando una monumental pelea. Minutos después una piedra lanzada desde sus filas impactó contra Publio Esquilo, un afable anciano del gremio de los carniceros de Roma, causándole una conmoción cerebral de la que ya no se recuperaría. La sangre que brotaba del cráneo del hombre encendió la mecha de la revancha y aparecieron los cuchillos.

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Tres horas más tarde, la turba llegaba al Templo de Jano, entre los Rostra y el Senaculum, amenazando con acercarse hasta el lugar donde permanecía encerrado Marco Emilio Escauro quien observaba los acontecimientos con la esperanza de ser liberado ese mismo día. De repente apareció un grupo de hombres, todavía mayor y mejor armado que el de los amotinados, al lado del holitorium o mercado de verduras. El nerviosismo cundió entre los alborotadores que habían quebrantado la paz del lugar más sagrado de Roma. Todo sucedió con extremada rapidez. Mientras los de Antonius dudaban entre continuar con sus desmanes o plantar cara a aquella gentuza surgida de la nada, éstos últimos cargaron con todas sus fuerzas. Los primeros intentaron huir presa del pánico pero con horror comprobaron cómo, desde diferentes calles, surgían más y más individuos dispuestos a aplicarles un ejemplar y violento castigo. Entre el caos, Antonius fue el único capaz de intuir que aquellos movimientos no eran fruto de la casualidad, sino de tras ellos uno podía ver una planificación típicamente militar. Lo que nunca adivinaría el agitador era que confundido entre la masa y oculto tras unas humildes vestimentas Marco Aurelio Cinna, a requerimiento del propio Cayo Mario, reprimiría aquella revuelta con la mayor dureza posible. Horas más tarde era realmente difícil circular por la parte central del Forum. Repleto de cadáveres –se contaron más de 500 cuerpos-, el suelo se hallaba impregnado de un rojizo color y las moscas iban concentrándose atraídas por el hedor inconfundible de la muerte. La ciudad quedó en total silencio.

Enero, 649 AUC.
Silas
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Re: AAR Roma, Vae Victis: Civis Romanus Sum

Mensaje por Silas »

Bueno, y a partir de ahora, el habitual parón. Ya estamos puestos al día y según se vayan publicando nuevos capítulos, se irán posteando :lol:
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Re: AAR Roma, Vae Victis: Civis Romanus Sum

Mensaje por Iosef »

:aplauso: :aplauso: :aplauso: Esperamos ansiosos.
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Re: AAR Roma, Vae Victis: Civis Romanus Sum

Mensaje por Yurtoman »

Silas escribió:Bueno, y a partir de ahora, el habitual parón. Ya estamos puestos al día y según se vayan publicando nuevos capítulos, se irán posteando :lol:
Pues nada a jugar a la voz de "ya". :aplauso:

Saludos. Yurtoman.
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Mensaje por Silas »

Seguimos para bingo..... :Ok:
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Capt. XXI: Hic occultus occulto occisus est

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En toda la República, un único privatus se atrevió a levantar su voz para expresar el desacuerdo con las acciones de Cayo Mario, tal era el temor que el Cónsul había levantado por todo el imperio. Fue el venerable Marco Emilio Lépido –quien sinó-, Póntifex Maximus y amigo íntimo del de Arpinium quien escribió una cariñosa, pero firme epístola, protestando por lo que consideraba “los mayores actos de perversión en la historia de nuestra República, y sólo tú, Cayo Mario, hijo de aquel honorable comerciante itálico, eres el responsable de tales desmanes”. Sin duda alguna, en lo más hondo del corazón de aquel Cónsul, algo se rompió aquella noche cuando leyó esas irregulares líneas a la luz de las velas de su despacho. Pero Mario no era de los que se echaban atrás con facilidad. Su mayor ambición nunca fue lograr ascender hasta el cargo más alto de la República y mucho menos, tener que levantar su espada contra ciudadanos romanos, aunque estos se descubrieran como los más deleznables enemigos de aquel imperio nacido de la generosidad de una loba. Marco Emilio sabía muy bien que apelar al honor de un republicano como Cayo Mario era uno de los recursos más efectivos si de recuperar el orden y la paz se trataba. Y sólo los dioses saben lo cerca que el anciano pontífice estuvo de conseguirlo, hasta que recibió la respuesta que el Cónsul hizo enviar a la mañana siguiente:

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Querido Marco Emilio,
Quizá el tiempo que nos ha tocado vivir sea nuestro peor enemigo, pero hoy y aquí debemos nuestras fuerzas a lo que un día juramos defender: la República. Estoy seguro que el duro juez de la posteridad nos juzgará, no en función de nuestros actos –mejor o peor considerados-, sino de la fidelidad con la que hayamos seguido nuestros destinos.

El mío, como debería ser también el tuyo, en lugar de azuzar la ira de este, tu amigo, es el de obrar para salvaguardar la repúblicana romana de cuantos intentos quieran acabar con ella. Esta República parece ser más frágil que los muslos de cualquier adolescente, pero no te confies: que las furas me arranquen los ojos si doy mi brazo a torcer concediendo a alborotadores, maleantes, delincuentes, embaucadores y chusma ávida de poder!. Me regocijaré en la tumba de esos traidores si es necesario y haré bañar a sus hijos en su sangre si con ello nuestra República prevalece.

Por ello, Marco Emilio, en estos momentos, los inteligentes permanecen en silencio, callados, al abrigo de la protección que les conceden las palabras no pronunciadas ni entre sus amigos. Algunos no entienden esta advertencia hasta que sienten como el acero de mi espada penetra sus blandas carnes. Lamentaría que en tu caso también fuera así



Enero, 649 AUC.

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(*) "Hic occultus occulto occisus est" esta inscripción conmemora un pilar octogonal en los jardines del palacio de Ansbach, en Baviera. Puede traducirse por "aquí fue asesinado un desconocido de forma desconocida".
Última edición por Silas el 12 Mar 2009, 20:17, editado 1 vez en total.
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Capt. XXII: Tú eres mi hermano

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Tejido, por un cruce de pasados, el presente no es el último punto de una línea recta llamada historia, sino más bien una continua bifurcación de senderos, un rosario de encrucijadas donde lo que hoy es, pudo no haber sido. Pero al mirar hacia el pasado, el hombre traza líneas rectas con la escuadra y el cartabón de su memoria. Sabe el resultado de las cuitas pasadas, de aquello definido a la perfección por los sabios griegos con una sola palabra: crisis. Conocer los desvelos del pretérito y su posterior solución, es acabar confundiendo muchas veces lo imprevisto con lo inevitable.

Y lo inevitable, aquella fría tarde mediterránea, reunió alrededor de una sencilla mesa de pino a un puñado de hombres, sucios, desaliñados pero orgullosos. Parecían no ser más que una pandilla de proscritos, perseguidos por toda una República, buscados en cada rincón del vasto imperio y acosados por las miradas de sus conciudadanos. Pero en su fuero interior ardía el deseo del supremo acto de liberación que les había impulsado a poner en peligro sus vidas, sus bienes y sus famílias por proteger lo que más amaban: la República romana. Sabían que sólo la afilada hoja de sus espadas se interponía entre la férrea voluntad de sus convicciones y el destino inevitable que aguarda a cualquier ser humano, pero este hecho les importaba menos de lo que atormenta a muchos mortales.

Unas pocas casas dedicadas a la producción de uno de los aceites más exquisitos de la República brindaban a los rebeldes el anonimato que buscaban. Y así, en Oleastrum, el líder de aquellos valientes contempló a quienes le acompañaban en esa velada: Quinto Cecilio Metello, Lucio Valerio Flaccus, Cayo Casio Longinus y Lucio Aelio Stilo. Todos observaban en silencio a Lucio Cecilio Metello. Aquel que en el último instante consiguiera escapar de las garras ávidas de sangre de un enloquecido Cónsul observaba con un extraño brillo en sus ojos los campos de vid que se perdían en dirección a la gran Tarraco. Al cabo de unas cuantas horas, aquellos cinco individuos abandonaron el lugar tomando direcciones diversas. Nadie conoció con exactitud el contenido de lo hablado pero posteriormente Lucio Aelio Stilo narraría por carta lo sucedido a su asistente macedonio Leónidas Marphinu:

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Lucio Cecilio Metello nunca ha sido de los que bajan la cabeza y aceptan su destino resignadamente; todo lo contrario, en lo bueno y en lo malo él decide sus pasos. Y la fuerza con la que nos recordó para qué estábamos allí, la energía que sus ojos destilaban, el fulgor con el que su empuje nos arrastraba, evaporó las dudas con las que muchos de nosotros acudimos al encuentro

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Lucio recordó las aventuras que vivimos de pequeños en la Campania, cuando nuestros padres compartían las tierras altas, ricas en madera y vino. Aprendimos el valor del compañerismo, de la ayuda, de la amistad. Supimos que para un amigo uno es capaz de sacrificar su propio bienestar y que el abandono, la traición y el deshonor nunca nos separaría. Metello relató lo unidos que habíamos estado durante esos maravillosos años cuando los reveses de la vida aún no nos habían enseñado a desconfiar incluso de nuestros propios amigos. Al finalizar nuestro encuentro él me miró a los ojos y frente al resto de invitados me espetó con mirada emocionada: tú eres mi hermano!"

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Ahora creemos firmemente que llegará un día, nada lejano, en el que nuestros estandartes entrarán por las puertas de Roma y, entre el gozo de nuestros conciudadanos, serán honrados en el Senado. Ahora por fín sabemos que golpeando sin cesar allí donde seamos más certeros, la cabeza de ese despiadado traidor rodará escaleras abajo hasta perderse en las cloacas de la ciudad. Ahora tenemos la certeza de que prevaleceremos o moriremos con el honor de un soldado romano"

Y lo cierto fue que las acertadas recomendaciones militares que Lucio Cecilio Metello departió parecieron mejorar substancialmente la moral y disposición de las tropas rebeldes. Tanto fue así que, al poco tiempo, el propio Cónsul dió curso a nuevas órdenes, mucho más severas, en todo lo relacionado al trato que sus generales debían conceder a los soldados apresados en combate: “No deberá ser liberado ningún soldado rebelde sin abandone a una de sus extremidades superiores en un gran cesto de mimbre que para tal fin deberá ser dispuesto. En el caso de mandos con grado superior al de centurión, la pena que deberán pagar por su liberación será la entrega a la República de todos sus bienes y derechos, la inmediata esclavitud de sus famílias y la pérdida de sus dos piernas. Aún en el caso de que alguno de esos cobardes mostrara el suficiente orgullo como para arrebatarse la vida, le será privado este derecho hasta que no fueran satisfechas las condiciones citadas anteriormente”.

Marzo, 649 AUC.
LordSpain
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Re: Capt. XXII: Tú eres mi hermano

Mensaje por LordSpain »

¿Cómo llevas lo de las guerras civiles? :mrgreen: Los populistas son difíciles de contentar ehh :army:
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