Marco Emilio Lépido,
Póntifex Maximus, encabezaba la silenciosa comitiva seguido por
Cayo Mario y
Marco Antonio Longino, un anónimo granjero de las afueras de la ciudad. Una serie numerosa de ayudantes flanqueaban a los tres hombres hasta que estos llegaron al sencillo altar engalanado para la ocasión. La diferencia entre los hombres de
Roma se hacía patente en cada rincón de sus vidas públicas y privadas. Así, mientras el aún
Cónsul se hacía acompañar de una carreta repleta de ovejas, el humilde
Marco Antonio transportaba, en sus propios brazos, una única gallina. Él jamás hubiera podido imaginar que el propio
Pontifex Maximus de la República fuera a dirigir su ofrenda. En condiciones normales hubiera sido atendido por una simple sacerdotisa, sin pompa ni ninguna especial dedicación; una más de las centenares que se realizaban por todo el Imperio. Pero la maldición de las vírgenes del
Aedes Tensarum y la posterior promesa que
Cayo Mario formulara la noche anterior a sus amigos, convirtió lo que a priori no sería más que una modesta ceremonia para un miserable
privatus, en todo un acontecimiento con la presencia de las primeras figuras de
Roma.
Tal y como establecían las tradiciones, esperaron a que el primer rayo del sol bañara los edificios más altos del foro. Siguiendo los avisos de sus ayudantes, llegado el momento propicio, el
Póntifex tomó la primera oveja de
Cayo Mario y pronunciando la fórmula del rito ancestral, procedió a sacrificarla dejando que la sangre manchara sus manos y la manga de la espléndida toga que vestía, brotando aún al ritmo que marcaba el corazón del indefenso animal hasta que éste terminó por extinguirse.
Marco Emilio mojó sus dedos en el espeso y brillante líquido y los pasó, de izquierda a derecha, por la frente de un silencioso
Cayo Mario. Pero cuando el
Póntifex se disponía a celebrar nuevamente el mismo rito con el segundo de los sacrificios que el
Cónsul había decidido, una pareja de cuervos, negros como la oscuridad, realizaron varias pasadas por la vertical del lugar exacto donde estaba situada la comitiva. A pesar de la doble ración de azufre que fue arrojada a los fuegos sacros para aumentar la luminosidad de la ceremonia y evitar esta clase de incidentes, quedó patente que algo había impulsado a esas aves a comportarse de esa inadecuada forma y no existía ninguna razón para no pensar que simplemente fuera la voluntad contraria de los Dioses. Con la confusión de lo sucedido y mientras el
Pontífex vociferaba a diestro y siniestro exigiendo la llegada de los halcones -que en estos casos tenían una eficacia probada-, nadie reparó en
Cayo Mario; éste permaneció inmóvil, con los ojos muy abiertos y el semblante propio de quien ha visto a un fantasma. Tan impresionante resultaba la visión del
Primer Hombre de Roma en pleno episodio de pánico que
Marco Antonio Longino huyó del lugar perdiendo en el camino algunas pertenencias personales, gallina incluida.
Horas más tarde,
Marco Emilio Lépido salía del
Templo de Júpiter Optimus Maximus con una grave expresión en su cara. Había encargado a sus sacerdotes que realizaran multitud de ofrendas a fin de conseguir el favor de las divinidades romanas. Con los tiempos que se avecinaban todos entendían que resultaba imperativo un buen augurio que serenase los ánimos y alentara los corazones. A pesar del “incidente” vivido a primera hora el
Pontifex concluyó que el augurio había resultado todo un éxito ya que diferentes observadores comprobaron que los intrusos alados no sobrevolaron “
por encima de sus cabezas” sino, “
próximos a sus cabezas”. Esta sutil diferencia debería bastar para convencer a los más incrédulos de que su
Cónsul seguía siendo uno de los preferidos por sus dioses y que sólo las malas lenguas habían exagerado los hechos para convertirlos en algo que nunca fue. Puertas adentro, todos se extrañaron de la reacción de
Cayo Mario. Le tenían por alguien que si bien en público se mostraba como el más respetuoso de las tradiciones antiguas, en privado exhibia un total y absoluto desapego a las creencias del pueblo. Por esta razón resultaba aún más sorprendente el miedo que se dibujaba en el rostro del más prominente de los
Mario.
Diciembre, 648 AUC.