ZONA CALIENTE, todo lo que siempre quisiste saber del ebola.

Nuestros libros favoritos, pasajes de la historia que nos apasionan y otros temas de interes cultural
Responder
Avatar de Usuario
PIZARRO
Crack - Oberst
Crack - Oberst
Mensajes: 2739
Registrado: 24 Dic 2006, 18:14
STEAM: Jugador
Ubicación: Ponga aqui su anuncio

ZONA CALIENTE, todo lo que siempre quisiste saber del ebola.

Mensaje por PIZARRO »

Preston, Richard - ZONA CALIENTE

Os dejo el primer capitulo del libro, lo estoy releyendo de nuevo, y la sensacion es parecida a la primera vez que vi la pelicula Alien.


Este libro no es inventado. Lo que se cuenta es verdad y las personas son reales. A
veces he cambiado los nombres de los personajes que acabaron siendo víctimas,
incluidos «Charles Monet» y «Peter Cardinal», pero los personajes principales aparecen
con su nombre auténtico.



Monet y su amiga fueron en un Land Rover por la carretera recta de tierra roja que
conduce al Risco de Endebess, un peñasco sobresaliente situado en la cara oriental del
volcán. La carretera era de polvo volcánico, tan rojo como la sangre seca. Subieron por el
pie del volcán y atravesaron los maizales y las plantaciones de café, tras los que estaban los
terrenos de pastos, donde la carretera pasaba junto a unas granjas coloniales inglesas
medio en ruinas y ocultas detrás de hileras de eucaliptos. El aire se hizo más frío conforme
fueron ascendiendo y entre los cedros aletearon algunas águilas de penacho. No muchos
turistas visitan el Monte Elgón, de modo que probablemente el de Monet y su amiga era el
único vehículo de la carretera, aunque habría muchos peatones, lugareños que cultivaban
las pequeñas fincas de las laderas bajas de la montaña. Se acercaron al deshilachado borde
exterior del bosque húmedo, atravesando franjas e islas de árboles, y pasaron de largo
frente al Pabellón del Monte Elgón, un hostal inglés construido a principios de siglo,
actualmente desmoronándose, con los muros agrietados y descascarillándosele la pintura a
resultas del sol y la lluvia
El Monte Elgón se alza en la frontera entre Uganda y Kenia, y no lejos de Sudán. La
montaña es una isla biológica de bosque tropical húmedo en el centro de África, un mundo
aislado que se alza sobre las planicies secas, unos ochenta kilómetros alfombrados de
árboles, bambúes y brezales alpinos. Es una protuberancia en la columna vertebral del
centro de África. El volcán nació hace entre siete y diez mil años, y produjo violentas
erupciones y explosiones de ceniza que repetidas veces aniquilaron los bosques que
crecían en sus laderas, hasta alcanzar una tremenda altura, tal vez superior a la actual del
Kilimanjaro. Antes de que el Monte Elgón fuera rebajado por la erosión, es posible que
fuese la montaña más alta de África. Sigue siendo la más ancha. Cuando sale el sol, la
sombra del Monte Elgón se proyecta hacia el oeste y penetra en Uganda, y cuando el sol se
pone, la sombra alcanza el este de Kenia. La sombra del Monte Elgón abarca aldeas
habitadas por los masai de Elgón, pastores que llegaron del norte, se asentaron alrededor
de la montaña hace varios siglos y hoy son ganaderos. Las faldas bajas de la montaña
disfrutan de lluvias suaves, la atmósfera se mantiene fría y fresca, y el suelo volcánico
produce abundantes cosechas de maíz y pastos altos para el ganado que sostienen a una
densa población humana. Las aldeas forman un círculo de asentamientos humanos
alrededor del volcán, un lazo que está estrangulando el ecosistema de la montaña. La selva
se despeja, los gigantescos árboles se talan para hacer leña y crear tierras de pastos, y los
elefantes están desapareciendo.
Una pequeña parte del Monte Elgón es parque nacional. Monet y su amiga se
detuvieron en la puerta del parque para abonar las entradas. Un mono, tal vez un mandril,
—nadie parece acordarse—, solía colgarse alrededor de la verja, en pos de regalos, y Monet
atrajo al animal a su hombro ofreciéndole un plátano. La amiga se echó a reír, pero los dos
permanecieron en silencio mientras el animal comía. Ascendieron un poco más por la
montaña y montaron la tienda en un calvero de hierba verde y húmeda que descendía
hacia un arroyo. El arroyo rumoreaba por la selva y era de un color raro, lechoso, con
polvo volcánico
El bosque húmedo de Elgón se alzaba alrededor de la tienda, una telaraña de olivos
africanos deformes, perlados de olivas venenosas para los humanos, y de los que colgaban
musgo y enredaderas. Oían rumor de monos y zumbidos de insectos. Bandadas de
estorninos salían como una explosión de los árboles, descendiendo de costado a terrible
velocidad, que es su estrategia para escapar del halcón que cae sobre ellos desde arriba y
les desgarra las alas. Había alcanforeros y tecas, cedros africanos y árboles hediondos de
color rojo, y en puntos sueltos nubes verdinegras de hojas colonizadas por los hongos que
sobresalían por encima de la bóveda vegetal. Eran las copas de los podocarpos, el mayor
de los árboles africanos, casi tan grande como la secoya californiana. Había miles de
elefantes en la montaña, entonces, y se los oía moverse por la selva, armando gran alboroto
cuando pelaban las cortezas y quebraban los renuevos de los árboles. Los monos colobos
correteaban por el prado próximo a la tienda, mirándolos con ojos atentos e inteligentes.
Por la tarde llovería, como suele ocurrir en el Monte Elgón, con lo que se quedarían
en la tienda y tal vez hiciesen el amor mientras los truenos martilleaban la lona. Fue
oscureciendo. Encendieron fuego y prepararon comida. Era el 31 de diciembre. Quizás lo
celebrarían tomando champán, las nubes escamparían en pocas horas, como es lo habitual,
y el volcán surgiría como una sombra negra bajo la Vía Láctea. Es posible que Monet
saliese al dar la medianoche y mirara las estrellas doblando el cuello hacia atrás,
tambaleándose a causa de la bebida.
La mañana del 1 de enero, poco después del desayuno —una mañana fría, la
temperatura del aire por debajo de los cinco grados, la hierba mojada y fría—, Monet y su
amiga ascendieron por la montaña en el coche, siguiendo un camino embarrado, y
aparcaron en un pequeño valle situado debajo de la Cueva de Kitum.
La mujer desapareció durante varios años tras aquel viaje al Monte Elgón con Charles
Monet. Luego, de improviso, reapareció en un bar de Mombasa, donde trabajaba de
prostituta. Un médico keniano que había investigado el caso Monet fue casualmente a
tomar una cerveza al bar, pegó la hebra con ella y menciono el nombre de Monet. Se pasmó
cuando ella dijo «Estoy enterada de eso. Soy de Kenia. Soy la mujer que iba con Charles
Monet». Él no la creyó, pero la mujer le contó la historia con tanto detalle que quedó
convencido de que decía la verdad. Después de este encuentro en el bar, la mujer se
desvaneció en los populosos barrios de Mombasa, y a estas alturas es probable que haya
muerto de sida.
Los dos se abrieron paso por la maleza, valle arriba, en dirección a la Cueva de
Kitum, siguiendo las sendas de los elefantes que serpeaban junto al arroyuelo que corría
entre hileras de olivos y prados. Estuvieron atentos a los búfalos del Cabo, que de cerca son
animales peligrosos. La cueva se abría en el extremo superior del valle y el arroyo formaba
una cascada que cubría la puerta. El sendero de elefantes llegaba hasta la entrada y seguía
hacia el interior. Monet y su amiga procedieron a entrar y pasaron allí todo el día de Año
Nuevo. Probablemente llovería, con lo que se sentarían durante horas en la entrada.
Mirando al otro lado del valle, contemplarían los búfalos del Cabo y los kobos, y verían
hiráceos de las rocas —un animal peludo del tamaño de una marmota americana—
corriendo arriba y abajo por los peñascales próximos a la cueva.
También verían elefantes. Hay manadas de elefantes que entran por la noche en la
Cueva de Kitum para hacerse con minerales y sales. En las llanuras, a los elefantes no les
cuesta encontrar sal en el subsuelo y en los agujeros de agua secos, pero en la selva
húmeda la sal es un bien precioso. La cueva es lo bastante grande para acoger hasta setenta
elefantes a la vez. Éstos pasan la noche dentro de la cueva, adormecidos de pie o
excavando la roca con los colmillos. Pinchan y arrancan piedras de las paredes, que
reducen a fragmentos entre los dientes, y se tragan los trocitos de piedra machacados. Los
excrementos de elefante que hay alrededor de la cueva están salpicados de roca
desmenuzada.
Monet y su amiga llevaban linternas y penetraron en la cueva para ver adonde
conducía. La boca de la cueva es enorme —cincuenta metros de anchura— y aún se
ensancha más adentro. Cruzaron un terreno llano con excrementos secos de elefante,
tropezando al andar con los montones de polvo. La luz disminuía y el suelo de la cueva se
elevaba formando una serie de cornisas cubiertas de cieno verde. El cieno era guano de
murciélago, la materia vegetal digerida y excretada por la colonia de murciélagos de la
fruta que había en el techo.
Los murciélagos aleteaban al salir de los agujeros y fluctuaban intermitentes a la luz
de las linternas, rodeando y eludiendo sus cabezas, lanzando chillidos agudos. La luz de
las linternas molestaba a los murciélagos y cada vez se despertaban más animales. Cientos
de ojos de murciélago, semejantes a rubíes, los miraban desde el techo. Oleadas de gritos
recorrían el techo y resonaban de un lado a otro, un ruido seco, una especie de graznido,
como de muchas puertecillas de goznes chirriantes. Vieron lo más hermoso de la Cueva de
Kitum. La cueva es un bosque húmedo petrificado. En las paredes y en el techo sobresalen
los troncos fosilizados. Una erupción del Monte Elgón ocurrida hace unos siete millones de
años enterró el bosque húmedo bajo las cenizas y los troncos se habían transformado en
ópalo y cuarzo. Los troncos estaban rodeados de cristales, agujas blancas de mineral que
sobresalían de la piedra. Los cristales eran tan puntiagudos como agujas hipodérmicas y
brillaban a la luz de las linternas.
Monet y su amiga anduvieron por la cueva, enfocando el bosque petrificado con las
linternas ¿Pasaría Monet la mano por los árboles de piedra y se pincharía en los dedos con
algún cristal? Encontraron huesos petrificados que sobresalían del techo y de las paredes.
Huesos de cocodrilo, huesos de antiguos hipopótamos y de antepasados de los elefantes.
Había arañas que colgaban de sus telas entre los troncos. Las arañas comían mariposas
nocturnas e insectos.
Llegaron a una suave cuesta donde la cámara principal se abría hasta superar los cien
metros de anchura, más que longitud tiene un campo de fútbol. Encontraron una grieta y
apuntaron las linternas hacia el fondo. Había algo raro abajo: un amasijo de materia gris y
pardusca. Eran cadáveres momificados de elefantes pequeños. Cuando los elefantes
recorrían la cueva de noche, se orientaban con el sentido del tacto, palpando el suelo que
tenían delante con la punta de la trompa. A veces los pequeños caían en la grieta.
Monet y su amiga siguieron ahondando en la cueva, bajando una pendiente, hasta
llegar a un pilar que parecía sostener el techo. El pilar estaba cubierto de acanaladuras, las
señales de los colmillos del elefante: los elefantes habían rascado la piedra con los colmillos
para extraer la sal. Si los elefantes continúan socavando la base del pilar, es posible que a la
larga se desmorone éste, hundiendo el techo de la Cueva de Kitum. Al fondo de la cueva
encontraron otro pilar. Éste estaba roto. Encima colgaba una aterciopelada masa de
murciélagos. Los murciélagos habían cubierto el pilar de guano negro, un guano distinto
del cieno verde que había en la boca de la cueva. Estos murciélagos eran insectívoros y el
guano consistía en insectos digeridos. ¿Metió Monet la mano en el limo? Los
investigadores que han estudiado el caso consideraron la posibilidad de que Monet y su
amiga se desnudaran y copulasen de pie o acostados. Los investigadores no han podido
determinar si ocurrió. Si Monet se quitó la ropa dentro de la cueva, habría dejado al aire
libre una gran cantidad de piel.
Charles Monet regresó a la casa de la bomba de la azucarera. Iba todos los días a su
trabajo recorriendo a pie los quemados campos de caña, admirando sin duda la vista del
Monte Elgón, y cuando la montaña quedaba oculta por las nubes, tal vez sintiera su
influencia como la fuerza de gravedad de un planeta invisible. Mientras tanto, algo se
estaba multiplicando dentro de Monet. Una forma parasitaria de vida había colonizado el
organismo de Charles Monet y comenzaba a reproducirse o, como se dice en bioquímica, a
replicarse.
El dolor de cabeza comenzó, como es característico, el séptimo día después de haber
quedado expuesto al agente. El séptimo día después de la visita a la Cueva de Kitum —es
decir, el 8 de enero de 1980—, Monet sintió un dolor palpitante detrás de los globos
oculares. Decidió quedarse en casa, en lugar de ir al trabajo, y se acostó en la cabaña. El
dolor de cabeza empeoró. Le dolían los ojos y más tarde comenzaron a dolerle las sienes,
dándole la sensación de que el dolor rotaba dentro de su cabeza. No se lo quitaría una
aspirina y más tarde tuvo un fuerte dolor de espalda. La mujer que le hacía las faenas,
Johnnie, seguía de vacaciones y Monet había contratado provisionalmente a otra. Ésta
procuró cuidarlo, pero la verdad es que no sabía qué hacer. Luego, al tercer día de haberse
iniciado el dolor de cabeza, tuvo náuseas, se le declaró una intensa fiebre y se puso a
vomitar. Los vómitos fueron copiosos al principio, pero luego fueron arcadas secas. Al
mismo tiempo, se volvió extrañamente pasivo. El rostro perdió toda apariencia de vida y
adoptó una inexpresividad total. Tenía los ojos saltones, la mirada fija y los párpados algo
caídos, lo que le daba un aspecto extraño. Los globos oculares casi parecían estar
congelados en las cuencas y se pusieron de color rojo intenso. La piel del rostro se le fue
poniendo amarilla y comenzaron a salirle manchas rojas y brillantes. Comenzaba a tener
aspecto de zombie. Su aspecto asustó a la asistenta provisional. La mujer no comprendía la
transformación de aquel hombre. Monet cambió de personalidad. Se volvió hosco,
resentido, colérico, parecía haber perdido la memoria. No deliraba. Respondía a las
preguntas, aunque no parecía saber dónde estaba exactamente. Se comportaba como si
hubiera tenido un ataque de apoplejía benigno.
Como Monet no apareciese en el lugar de trabajo, los compañeros comenzaron a
hacerse preguntas y al final fueron a su cabaña a ver si estaba bien. El cuervo blanco y
negro estaba posado en el tejado y los contempló mientras entraban. Cuando vieron a
Monet, pensaron que necesitaba ir al hospital. Dado que estaba muy maltrecho y no podía
conducir, un compañero lo llevó al hospital privado de la ciudad de Kisumu, a orillas del
lago Victoria. Los médicos del hospital examinaron a Monet sin encontrar ninguna
explicación para lo que estaba ocurriéndole en los ojos, en el rostro y en la cabeza.
Pensando que debía de tener alguna clase de infección bacteriana, le dieron unas
inyecciones de antibióticos, pero los antibióticos no surtieron el menor efecto.
Los médicos aconsejaron trasladarle al hospital de Nairobi, que es el mejor hospital
privado de África Oriental. El sistema telefónico apenas funcionaba y no parecía que
mereciese la pena el esfuerzo de hablar con los médicos para avisar que lo enviaban. Monet
todavía podía andar y parecía valerse para viajar solo. Tenía dinero; entendió que debía ir
a Nairobi. Lo enviaron en taxi al aeropuerto y embarcó en un vuelo de Kenya Airways.
Un virus «caliente» (véase el «Glosario», al final de este volumen) procedente del
bosque húmedo sobrevive a las veinticuatro horas de vuelo que tarda un avión en llegar a
cualquier ciudad del planeta. Todas las ciudades de la Tierra están conectadas por una
maraña de rutas aéreas. La maraña es una red articulada. Una vez que un virus entra en
esta red, puede llegar a cualquier parte en un día: a París, a Tokio, a Nueva York, a Los
Ángeles, adondequiera que vayan los aviones. Charles Monet y la forma de vida que
llevaba en su interior habían entrado en la red.
El avión era un Fokker Friendship con motores de hélice, un aparato para vuelos
interiores con cabida para treinta y cinco pasajeros Despego sobre el lago Victoria, azul y
resplandeciente, punteado por las piraguas de los pescadores. El Friendship viró y se ladeo
hacia el este, remontando las colinas verdes y alfombradas de plantaciones de té y
pequeñas granjas.
Los vuelos interiores que atraviesan África suelen ir atestados de viajeros y
probablemente este vuelo iría lleno. El avión pasó por encima de las zonas de selva, de los
agrupamientos de chozas circulares y de las aldeas de tejados de hojalata. De repente la
tierra se hundió, se perdió en lechos rocosos y barrancos, pasando del color verde al pardo.
El avión estaba atravesando la gran fosa del Rift-Valley. Los pasajeros contemplaron por
las ventanillas el lugar donde había surgido la especie humana. Vieron chozas arracimadas
dentro de círculos de maleza, con los senderos del ganado irradiando desde el centro. Los
motores gemían, el Friendship atravesó un cúmulo de nubes, las algodonosas nubes del
Rift, y comenzó a dar saltos y a balancearse. Monet sufrió un mareo.
Los asientos son estrechos y están apretados en estos aviones de vuelos interiores, y
uno se da cuenta de todo lo que ocurre alrededor. La cabina de los pasajeros es hermética y
el aire circula por un circuito cerrado. Si hay olores en el aire, uno los percibe. No se puede
ignorar a la persona que se marea. Esta se encorva en la butaca. Algo malo le pasa, pero no
sabe uno exactamente que le ocurre.
Pega a la boca la bolsa para el vómito. Tose con una tos profunda y regurgita algo en
la bolsa. La bolsa se hincha. Tal vez mire la persona mareada en derredor y entonces
vemos que tiene los labios manchados de algo viscoso y rojo, con motas negras, como si
estuviera masticando café molido. Tiene los ojos del color de los rubíes y el rostro es una
inexpresiva masa de moraduras. Los puntos rojos, que se iniciaron hace varios días como
manchas estrelladas, se han extendido y se unen formando grandes sombras de color
morado: toda la cabeza se le está poniendo negra y azul. Los músculos de la cara se le han
aflojado. El tejido conectivo del rostro se esta disolviendo y la cara parece colgar de los
huesos que hay debajo, como si el rostro se estuviera separando de la calavera. Abre la
boca y el vomito prosigue interminablemente. No se detendrá, sino que seguirá echando
liquido mucho después de habérsele vaciado el estomago. La bolsa para el mareo está llena
hasta el borde de una sustancia llamada vomito negro. El vomito negro no es en realidad
negro, sino un líquido de dos colores, negro y rojo, una mezcolanza de gránulos
alquitranados y sangre arterial. Es una hemorragia y huele a matadero. El vomito negro
esta cargado de virus. Es sumamente infeccioso, mortalmente «caliente», un líquido que
asustaría a un especialista en biopeligros militares. El olor del vómito invade la cabina de
pasajeros. La bolsa para el mareo rebosa vómito negro, así que Monet la cierra y dobla el
borde. La bolsa esta hinchada, amenaza con desbordarse y Monet la entrega a una azafata.
Cuando un virus caliente se multiplica dentro de un organismo anfitrión, puede
saturar el cuerpo de virus, desde el cerebro hasta la piel. Entonces los especialistas
militares dicen que el virus ha sufrido una «amplificación extrema» (véase el «Glosario»).
Nada que ver con un resfriado normal. Cuando toca techo la amplificación extrema, las
gotas de sangre de la victima pueden contener millones de unidades víricas. Durante este
proceso parte del cuerpo se transforma en unidades viritas. En otras palabras, el organismo
anfitrión esta poseído por una forma de vida que trata de convertirlo en un doble de si
misma. La transformación no se consuma del todo, sin embargo, y el resultado final es una
gran cantidad de carne licuada mezclada con virus, una especie de accidente biológico. La
amplificación extrema ha ocurrido en el caso de Monet y el síntoma es el vomito negro.
Monet esta rígido, como si cualquier movimiento fuese a romper algo en su interior.
La sangre se le esta coagulando: la circulación sanguínea va arrastrando coágulos y los
coágulos se van alojando en todas partes. El hígado, los riñones, los pulmones, las manos,
los pies y la cabeza comienzan a saturarse de coágulos de sangre. De hecho, esta sufriendo
una apoplejía múltiple. Los coágulos se acumulan en los músculos intestinales, cortando el
abastecimiento de sangre a los intestinos. Los músculos intestinales se mueren, los
intestinos se relajan y se sueltan. Monet no parece ya darse cuenta del dolor porque los
coágulos alojados en el cerebro le bloquean la circulación, provocando pequeños ataques
apopléticos. Las lesiones cerebrales borran su personalidad. La viveza y los detalles de su
carácter desaparecen y el individuo se convierte en un autómata. Pequeñas parcelas del
cerebro se están disolviendo. Las funciones superiores de la conciencia son las primeras en
sucumbir quedando vivas y en funcionamiento las partes mas profundas del cerebro (el
primitivo cerebro de rata, el cerebro de reptil). Podría decirse que quien era Charles Monet
ha muerto, mientras que lo que fue sigue vivo.
El ataque de vómitos parece haber roto algunos vasos sanguíneos de la nariz. La
sangre le mana por las ventanas nasales, un líquido arterial, brillante y sin coágulos que le
chorrea por los dientes y el mentón. La sangre no se coagula y sigue manando. Una azafata
le entrega unos pañuelos de papel, que Monet utiliza para obstruirse la nariz, pero la
sangre sigue sin coagularse y las toallitas se empapan.
Cuando nos da la impresión de que se esta muriendo una persona en el asiento
contiguo de un avión, puede que nos dé apuro llamarle la atención sobre el problema. Nos
hundimos en el asiento, el moribundo se hunde en el suyo el Friendship da bandazos y el
codo del vecino se clava en el costado. Nos decimos que el hombre debe de estar
perfectamente. Tal vez no se le dé bien viajar en avión. Esta mareado el pobre y la gente
suele sangrar por la nariz en los aviones, dadas la sequedad y rarefacción del aire. Y le
preguntamos, en voz baja, si podemos ayudarle en algo. El otro no responde, o bien
farfulla unas palabras que no alcanzamos a entender, de modo que procuramos no darnos
por aludidos, pero el vuelo parece hacerse interminable. El Friendship zumba entre las
nubes, paralelo a la gran fosa del Rift-Valley, y Monet se hunde en el asiento y ahora
parece estar dando una cabezadita. Santo Dios, ¿se habrá muerto? No, no se ha muerto. Se
mueve. Tiene los ojos abiertos y los mueve un poco.
Es la última hora de la tarde y el sol esta descendiendo entre las colinas que hay al
oeste del Rift-Valley, lanzando cuchillos de luz en todas direcciones. El Friendship hace un
suave viraje y atraviesa el acantilado oriental del Rift. La tierra sigue subiendo y cambia de
color, del pardo al verde, y una hilera de colinas verdes pasa por debajo del ala derecha.
Pocos minutos después, el avión pierde altura y toma tierra en el Aeropuerto Internacional
Jomo Kanyatta. Monet se despierta solo. Puede andar todavía. Se pone de pie, empapado.
Desciende tambaleándose por la pasarela hasta tocar la pista de aterrizaje. Su camisa es un
guiñapo rojizo. No lleva equipaje. Su único equipaje es interior y va cargado de virus.
Monet se ha transformado en una bomba vírica. Anda despacio hasta entrar en la terminal
del aeropuerto y prosigue, atravesando la salida de pasajeros y el edificio, hasta llegar a la
curva de la carretera donde siempre hay taxis aparcados. Los taxistas lo asedian «¿Taxi?» «
¿Taxi?».
«Hospital… Nairobi… », murmura.
Un taxista le ayuda a subir al coche. Los taxistas de Nairobi gustan de charlar con los
usuarios y este probablemente le pregunta si esta enfermo. La respuesta debe de ser obvia.
El estomago de Monet se siente un poco mejor, porque ahora esta pesado, embotado e
hinchado, como si hubiera comido, en lugar de vacío, retorcido y ardiendo.
El taxi sale a la autopista de Uhuru y enfila hacia Nairobi. Atraviesa tierras de pastos
tachonadas de acacias, pasa por delante de las fábricas, llega a una gran plaza radial y se
adentra en la bulliciosa vida urbana de Nairobi. Las multitudes se arremolinan en los
arcenes, las mujeres desfilan por senderos de tierra batida, los hombres remolonean, los
niños van en bicicleta, un hombre repara calzado junto a la carretera, un tractor arrastra un
remolque cargado de carbón. El taxi gira a la izquierda por Ngong Road, atraviesa un
parque y entra en los jardines del hospital de Nairobi. Aparca en un espacio para taxis que
hay junto a un quiosco de flores Al lado de una puerta de cristal, un letrero reza:
ACCIDENTES. Monet paga al taxista y se apea del taxi, abre la puerta de cristal, se dirige a
la ventanilla de recepción y dice que se encuentra muy enfermo. Tiene dificultad para
hablar.
El hombre esta sangrando y lo admiten al cabo de un momento. Debe esperar hasta
que avisen al medico, pero este lo reconocerá en seguida, no se preocupe. Se sienta en la
sala de espera.
Es una habitación pequeña, rodeada de bancos acolchados. La luz antigua, límpida y
fuerte de África entra por una fila de ventanas y cae sobre una mesa en la que se
amontonan revistas desgastadas, formando rectángulos en el piso gris de guijarros que
tiene un desagüe en el centro. La habitación huele ligeramente a humo de leña y a sudor, y
esta atiborrada de gente de ojos hinchados, africanos y europeos, que se sientan codo con
codo. Siempre hay en Accidentes alguien que se ha hecho un corte y aguarda a que le den
unos puntos. La gente espera con paciencia, apretándose un trapo del polvo contra el
hombro o un vendaje alrededor de un dedo en que se ve una mancha de sangre. Así que
Charles Monet se sienta en un banco de Accidentes y no resulta muy distinto de los demás,
salvo por el color violáceo del rostro sin expresión y los ojos enrojecidos En la pared, un
letrero advierte a los pacientes que tengan cuidado con los ladrones y otro letrero dice:
SILENCIO, por favor. Gracias.
Esto es ACCIDENTES.
Los casos urgentes tienen prioridad.
Esperen hasta que se les llame.
Monet guarda silencio y espera a que se le llame. De pronto entra en la última fase. La
bomba vírica explota. Los especialistas militares en biopeligros tienen fórmulas para
describir este acontecimiento. Dicen que la víctima «revienta y se deshace en sangre», o
bien, más educadamente, dicen que la víctima «se desmorona».
Monet se marea y se siente muy débil, la columna se le dobla y pierde por completo el
sentido del equilibrio. La habitación le da vueltas y más vueltas. Está entrando en estado
de shock. Está reventando. No puede impedirlo. Cae hacia delante, con la cabeza entre las
rodillas, vomita una increíble cantidad de sangre y la desparrama por el suelo con un
gemido jadeante. Pierde la conciencia y cae al suelo. El único ruido que se oye es el atasco
de su garganta mientras sigue vomitando, ya inconsciente. Luego se oye un sonido como
de una sábana que se rasgara, que es el que producen los intestinos al abrirse el esfínter y
expulsar sangre por el ano. La sangre va mezclada con revestimiento intestinal. Se ha
desprendido de las tripas. Monet ha reventado y se deshace en sangre.
Los demás pacientes de la sala se ponen en pie y se alejan del hombre tirado en el
suelo. Los charcos de sangre se extienden alrededor de Monet. Una vez que ha destruido el
organismo anfitrión, el agente sale por todos los orificios, en busca de otro organismo.

15 de enero de 1980
Llegaron corriendo enfermeras y auxiliares, empujando una camilla de ruedas, subieron
en ella a Charles Monet y se lo llevaron a la unidad de cuidados intensivos del hospital de
Nairobi. Los altavoces pidieron un médico: había un paciente sangrando en la UCI. Un
médico joven, llamado Shem Musoke, corrió hacia allí. Hombre enérgico y con sentido del
humor, el Dr. Musoke estaba en general considerado como uno de los mejores médicos
jóvenes del hospital, trabajaba muchas horas y tenía buena mano para las urgencias.
Encontró a Monet tendido en la camilla. No sabía cuál era la enfermedad del individuo,
sólo que tenía abundante hemorragia. No tuvo tiempo de investigar la causa. El enfermo
respiraba con dificultad; luego dejó de respirar. Había aspirado sangre y había sufrido un
paro respiratorio.
Musoke le tomó el pulso. Era débil y lento. Una enfermera se apresuró a localizar un
laringoscopio, un tubo que puede usarse para abrir las vías respiratorias. Musoke rasgó la
camisa de Monet para ver cómo subía y bajaba el pecho, se quedó a la cabecera de la
camilla y se inclinó sobre la cara de Monet hasta mirarle directamente a los ojos.
Monet clavó los ojos enrojecidos en Musoke, pero no hizo ningún movimiento con las
dilatadas pupilas. Lesión cerebral. Allí no había alma. Tenía la nariz y la boca
ensangrentadas. Musoke echó atrás la cabeza del paciente para abrirle las vías respiratorias
y poder insertarle el laringoscopio. No llevaba guantes de goma. Pasó un dedo alrededor
de la lengua del paciente, para limpiar la mucosa y la sangre que hubiera en la boca Las
manos se le ensuciaron de cuajarones negros. El paciente olía a vómito y a sangre, pero
esto no era ninguna novedad para Musoke, que se concentró en su trabajo. Miró el interior
de la boca Luego deslizó el laringoscopio sobre la lengua de Monet, que hizo a un lado,
para poder ver las vías respiratorias más allá de la epiglotis, un agujero negro que conduce
a los pulmones. Introdujo el laringoscopio en el agujero, mirando por el instrumento. De
repente Monet sufrió una sacudida y vomitó.
El vómito negro salió como un chorro alrededor del laringoscopio y fuera de la boca,
arrojando al aire un líquido negro y rojo que roció a Musoke. En los ojos, la boca, las
manos, las muñecas, los antebrazos y la bata. Le corrió pecho abajo, pintándole franjas de
cieno rojo moteadas de partículas oscuras.
Recolocó la cabeza del paciente y se limpió la sangre que tenía en la boca y en los
dedos. La sangre había salpicado por todas partes, la camilla de ruedas y el suelo. Las
enfermeras de la unidad de cuidados intensivos no daban crédito a sus ojos y vacilaban en
segundo plano, sin saber qué hacer. Musoke inspeccionó las vías respiratorias y metió el
laringoscopio hasta los pulmones. Vio que las vías respiratorias estaban ensangrentadas.
El aire silbaba al entrar en los pulmones del individuo El paciente había vuelto a
respirar.
El paciente sufría al parecer la conmoción producida por la pérdida de sangre. Había
perdido tanta sangre que se estaba deshidratando. Le había salido sangre prácticamente
por todos los orificios del cuerpo. No le quedaba suficiente sangre para mantener la
circulación, de modo que el latido cardiaco era muy lento y la presión bajaba hacia cero.
Necesitaba una transfusión.
Una enfermera llevo una bolsa de sangre Musoke colgó la bolsa de un gancho e
insertó la aguja en el brazo del paciente. Había algo anormal en las venas del paciente, la
sangre manaba alrededor de la aguja. Musoke volvió a probar, colocando la aguja en otro
punto del brazo del paciente y buscando la vena. Fallo volvía a manar sangre. En cualquier
lugar del brazo del paciente donde insertase la aguja, la vena se desgarraba como un
macarrón cocido, manaba sangre y la sangre corría por el brazo sin coagularse. Musoke
desistió por temor a que el paciente muriera desangrado. El paciente seguía teniendo
hemorragias intestinales y la sangre era ya negra como el alquitrán.
El coma de Monet se hizo más profundo. Ya no recuperó la conciencia. Murió en la
unidad de cuidados intensivos a primeras horas de la madrugada. Musoke permaneció
todo el tiempo a su lado.
Ignoraban la causa de su muerte. Lo abrieron para hacerle la autopsia y vieron que
tenía destrozados los riñones. El hígado había dejado de funcionarle varios días antes de
fallecer. Estaba amarillo y en parte se había licuado: parecía el hígado de un cadáver de
tres días ¿Cuál había sido exactamente la causa de la muerte? Imposible saberlo, porque
había demasiadas causas posibles. Todo se había estropeado dentro de aquel hombre,
absolutamente todo lo que hubiera podido tener consecuencias fatales. A falta de palabras,
categorías o lenguaje con que describir lo que le había ocurrido al individuo, finalmente lo
calificaron de un caso de «fallo hepático fulminante». Los restos fueron metidos en una
bolsa impermeable y, según una versión, se enterraron en la localidad. Cuando visité
Nairobi, años después, nadie recordaba dónde estaba la tumba.
Nueve días después de que el paciente vomitara en los ojos y la boca del doctor
Musoke, este noto que le dolía la espalda. El doctor no era propenso a los dolores de
espalda, en realidad, no había tenido un dolor de espalda fuerte en toda su vida, pero se
estaba acercando a la treintena y supuso que entraba en la época de la vida en que algunos
hombres comienzan a padecer de la espalda. Se había esforzado mucho las últimas
semanas. Había estado de pie toda la noche con un paciente que tenía dolencias cardíacas y
había pasado levantado la mayor parte de la noche siguiente con el francés de las
hemorragias que había llegado desde algún lugar del interior del país. No había
reflexionado sobre el incidente del vómito y, cuando el dolor comenzó a extendérsele por
el cuerpo, aún no pensaba en ello. Luego, al mirarse al espejo, vio que se le estaban
enrojeciendo los ojos.
Se preguntó si no tendría malaria. Tenía fiebre: sin duda era una infección. El dolor
de la espalda se había extendido a todos los músculos del cuerpo. Comenzó a tomar
píldoras contra la malaria, pero, puesto que no le hacían ningún efecto, pidió a una de las
enfermeras que le inyectara otro medicamento.
La enfermera le puso una intramuscular. La inyección le hizo mucho daño. Nunca le
había dolido tanto un pinchazo. Se preguntó por qué una simple inyección le producía un
dolor así. Después aparecieron las molestias abdominales, lo que le hizo pensar que tal vez
tuviese tifus, de modo que se administró antibióticos, pero no le aliviaron el malestar.
Entre tanto, sus pacientes lo buscaban y él seguía trabajando en el hospital. El dolor del
estómago y de los muslos creció hasta ser insoportable y se le declaro una ictericia.
Incapaz de diagnosticarse a sí mismo, con fuertes dolores y sin poder proseguir su
trabajo, fue a que lo viera la doctora Antonia Bagshawe, una médico del hospital de
Nairobi que lo reconoció, reparó en la fiebre, en los ojos enrojecidos, en la ictericia y en los
dolores intestinales, y no llegó a ninguna conclusión definitiva, aunque se preguntó si
tendría cálculos biliares. Un ataque de vesícula biliar produce fiebre e ictericia, además de
dolores abdominales —los ojos enrojecidos no podía ella explicarlos—, y pidió una
ecografía de hígado. Estudió las imágenes del hígado y vio que estaba dilatado, pero no
apreció nada anormal. Seguía pensando en la posibilidad de que Musoke tuviera cálculos
biliares. Pero éste estaba ya muy enfermo y lo pusieron en una habitación particular con
enfermeras que lo asistiesen durante todo el día. La cara se le había convertido en una
máscara sin expresión.
Este posible ataque de piedras biliares podía ser fatal. La doctora Bagshawe
recomendó que se le hiciera a Musoke una exploración quirúrgica. Fue intervenido en el
quirófano principal del hospital de Nairobi por un equipo de cirujanos dirigidos por el
doctor Imre Lofler. Hicieron una incisión encima del hígado y apartaron los músculos
abdominales. Lo que encontraron dentro de Musoke fue algo espantoso e inquietante que
no supieron explicar. El hígado estaba hinchado y de color rojo, y no parecía sano, pero no
encontraron ni rastro de cálculos biliares. Mientras, Musoke no paraba de sangrar. Toda
intervención quirúrgica corta vasos sanguíneos, los vasos sanguíneos cortados sangran
durante un rato y luego dejan de sangrar por coagulación, pero si la hemorragia continúa,
el cirujano les pone un poco de espuma de gel para contener la hemorragia. Los vasos
sanguíneos de Musoke no paraban de sangrar. Como si fuese hemofílico. Le extendieron
espuma de gel por todo el hígado y la sangre atravesaba la espuma. Rezumaba sangre
como una esponja. Tuvieron que extraer por succión gran cantidad de sangre, pero
conforme la extraían la incisión volvía a cubrirse de sangre. Era como hacer un agujero en
tierra por debajo del nivel hidrostático. Uno de los cirujanos contaría más tarde que el
equipo se había «pringado de sangre hasta los codos» Cortaron un pedazo de hígado —
una biopsia hepática—, pusieron la muestra en un frasco con líquido conservante y
cerraron a Musoke tan deprisa como pudieron.
Después de la intervención, Musoke se deterioró rápidamente y empezaron a fallarle
los riñones. Al parecer se estaba muriendo. Antonia Bagshawe tuvo que viajar al extranjero
y pasó a cuidar de el un médico llamado David Silverstein. La perspectiva de la
insuficiencia renal de Musoke y su tratamiento mediante diálisis crearon un clima de
alarma en el hospital, ya que Musoke era apreciado por sus colegas. Silverstein comenzó a
sospechar que Musoke estaba infectado por un virus fuera de lo normal. Extrajo un poco
de sangre al paciente y separó el suero, que es un líquido de color dorado que queda una
vez retirados los glóbulos rojos. Envió varios tubos con suero congelado para que lo
analizaran en el Instituto Nacional de Virología de Sandringham, Suráfrica, y en los
Centros de Control de Enfermedades de Atlanta, Georgia, Estados Unidos. No le quedaba
más que esperar los resultados.
Diagnóstico
David Silverstein vive en Nairobi, pero tiene una casa cerca de Washington, D. C. Un día
de verano, recientemente, mientras estaba en Estados Unidos por cuestiones profesionales,
me vi con él en la cafetería de unas galerías comerciales no muy alejadas de su casa.
Ocupamos una pequeña mesa y me habló de los casos de Monet y Musoke. Silverstein es
un hombre delgado y bajo, de cuarenta años y pico, con bigote y gafas, y una mirada atenta
y viva. Aunque es norteamericano, habla con cierto acento swahili. El día que me
entrevisté con el, llevaba cazadora y pantalones vaqueros, tenía un bonito bronceado y
parecía estar en buena forma y relajado. Es piloto y vuela en su propio avión. Ha ejercido
la medicina privada en África Oriental durante muchísimo tiempo y se ha convertido en
un personaje famoso en Nairobi. Es el médico personal de Daniel Arap Moi, el presidente
de Kenia, y viaja con Moi cuando éste sale al extranjero. Se codea con todas las personas
importantes de África Oriental, políticos corruptos, actores y actrices que enferman
durante los safaris, la decadente nobleza angloafricana. Viajaba con lady Diana Delamere
como médico personal suyo cuando la señora ya no podía dar un paso (él la mantenía con
vida) y también fue médico de Beryl Markham. Markham, autora de West With the Night,
memorias de su época de aviadora en África Oriental, solía brujulear por el Club de
Aviación de Nairobi, donde tenía fama de beber aprisa y a dos carrillos («Era una anciana
conservada en adobo cuando la conocí.») El mismo doctor Musoke se ha convertido
también en una celebridad en los anales médicos. «Trataba al doctor Musoke con buenas
palabras —me dijo Silverstein— Era lo único que podía hacer. Lo alimentaba y le bajaba la
fiebre cuando le subía. En términos generales, cuidaba de él, pero sin saber qué estrategia
adoptar.»
Una noche, a las dos de la madrugada, sonó el teléfono de Silverstein en su casa de
Nairobi. Era un investigador norteamericano residente en Kenia que le llamaba para
informarle de que los surafricanos habían descubierto algo muy raro en la sangre de
Musoke: «Es positivo al virus Marburgo. Esto es verdaderamente serio. No sabemos
mucho sobre el Marburgo».
Silverstein no había oído hablar nunca del virus Marburgo. «Después de la llamada
no pude conciliar el sueño», me dijo. «Tuve una especie de fantasía sobre la cuestión, en
que me preguntaba qué sería el virus Marburgo.» Permaneció echado en la cama,
pensando en los sufrimientos de su amigo y colega Musoke, temeroso a causa de los
organismos que hubieran podido diseminarse entre el personal sanitario del hospital.
Seguía oyendo la voz que le había dicho: «No sabemos mucho sobre el virus Marburgo».
Incapaz de dormir, acabo por vestirse y por dirigirse en su coche al hospital, de modo que
llego al despacho antes del amanecer. Vio un manual de medicina y buscó información
sobre el virus Marburgo.
El artículo era breve. El virus Marburgo es un organismo africano, aunque tiene
nombre alemán. Los virus reciben el nombre del lugar donde se descubren. Marburgo es
una antigua ciudad del norte de Alemania, rodeada de bosques y prados, donde las
fabricas se agazapan entre valles verdes. El virus hizo erupción allí en 1967, en una fábrica
llamada Behring Works, que produce vacunas utilizando células renales procedentes de
monos verdes africanos. Behring Works importa con regularidad monos de la zona central
de África. El virus llegó a Alemania escondido en alguna parte de una serie de remesas
aéreas de monos, con un total de quinientos o seiscientos animales, facturadas desde
Entebbe (Uganda). Tan solo dos o tres animales estaban incubando el virus. Probablemente
a simple vista ni se notaba que estuvieran enfermos. En cualquier caso, poco después de su
llegada a Behring Works el virus comenzó a extenderse por todos los monos y unos
cuantos reventaron y se desangraron. El agente Marburgo viajó sin ser visible desde el
centro de África hasta Alemania, y una vez estuvo allí saltó de una especie a otra y de
improviso apareció entre la población humana. Esto es un ejemplo de amplificación vírica.
La primera persona que, por lo que se sabe, resultó infectada por el agente Marburgo
fue un hombre llamado Klaus F, un empleado de la fábrica de vacunas Behring Works que
daba de comer a los monos y limpiaba las jaulas. El virus se le manifestó el 8 de agosto y
murió dos semanas después. Se sabe tan poco sobre el agente Marburgo que el único libro
publicado sobre el tema es una colección de ponencias presentadas en un simposio
celebrado en la Universidad de Marburgo en 1970 En el libro leemos:
El cuidador de los monos HEINRICH P regresó de las vacaciones el 13 de agosto de 1967 y se
ocupó de matar monos desde el 14 hasta el 23. Los primeros síntomas aparecieron el 21 de
agosto.
La auxiliar de laboratorio RENATE L. rompió un tubo de ensayo por esterilizar, que
contenía materia infectada, el 28 de agosto y cayó enferma el 4 de septiembre de 1967.
Y así sucesivamente Las víctimas tuvieron dolores de cabeza alrededor de siete días
después de la exposición y desde entonces fueron empeorando, con fiebres violentas,
coágulos y pérdidas de sangre, y conmoción terminal. Durante unos cuantos días, los
médicos de la ciudad de Marburgo pensaron que había llegado el fin del mundo. Al final
fueron treinta y una personas las que cogieron el virus, siete murieron rodeadas de charcos
de sangre. La tasa de mortalidad del Marburgo fue del veinticinco por ciento,
aproximadamente, lo que convertía al Marburgo en un agente muy mortal incluso en los
mejores hospitales modernos, donde los pacientes están acoplados a máquinas que los
mantienen con vida, el Marburgo mata a una cuarta parte de los pacientes infectados. Por
el contrario, la fiebre amarilla, que se considera un virus altamente letal, sólo mata
alrededor de uno de cada veinte pacientes hospitalizados.
El Marburgo pertenece a una familia de virus conocidos como filovirus. El Marburgo
fue el primer filovirus que se descubrió. La palabra «filovirus» significa en latín «virus
filamentoso» Los filovirus se parecen todos, como si fueran hermanos, y no se parecen a
ningún otro virus que haya sobre el planeta. Mientras que la mayor parte de los virus son
organismos de forma redondeada, los virus filamentosos se han comparado con fibras de
cuerdas estropajosas, con pelo, con gusanos y con serpientes. Cuando aparecen en masa,
como suele ocurrir cuando han destruido a su víctima, parecen un cubo de espaguetis
volcados en el suelo. Los Marburgo a veces se enredan formando lazos. El Marburgo es el
único virus anular que se conoce.
En Alemania, los efectos del virus Marburgo sobre el cerebro fueron especialmente
temibles, comparables a los de la rabia: el virus deteriora el sistema nervioso central y
puede destruir el cerebro, lo mismo que la rabia. Los Marburgo también se parecen a los
virus de la rabia. El virus de la rabia tiene forma de bala. Si se estira una bala, comienza a
tener forma de cuerda, y si se hace una lazada la cuerda se convierte en anillo, lo mismo
que el Marburgo. Pensando que el Marburgo podía estar emparentado con el virus de la
rabia, lo llamaron «rabia extendida» Más tarde se puso en claro que el Marburgo tiene
familia propia.
En 1980, cuando murió Charles Monet, la familia de los filovirus comprendía el
Marburgo y dos tipos de un virus llamado Ébola. Los Ébola se llamaban Ébola Zaire y
Ébola Sudán. El Marburgo era el más benigno de los tres. El peor era el Ébola Zaire. El
índice de mortalidad de los infectados por el Ébola Zaire es del noventa por ciento. El
Ébola Zaire es un exterminador de seres humanos.
Imagen
Jabeitor
Conscript - Gefreiter
Conscript - Gefreiter
Mensajes: 20
Registrado: 14 Nov 2013, 18:58
STEAM: Jugador

Re: ZONA CALIENTE, todo lo que siempre quisiste saber del eb

Mensaje por Jabeitor »

Gracias PIZARRO, escalofriante y oportuno relato que nos recuerda lo serio de esta amenaza llamada ébola, esperemos que al ya por sí difícil control de la epidemia no se sumen intereses terroristas como ya leyéramos en "Órdenes ejecutivas", de Tom Clancy...

Enviado desde mi iPhone SIX usando Tapatalk 2
Avatar de Usuario
cezeta
Regular - Oberfeldwebel
Regular - Oberfeldwebel
Mensajes: 622
Registrado: 03 Jul 2014, 17:04
STEAM: No Jugador

Re: ZONA CALIENTE, todo lo que siempre quisiste saber del eb

Mensaje por cezeta »

Muy bueno. Yo tambien me lo lei hace años...Y despertó mi curiosidad sobre el Ébola.
Imagen
Responder