LA GUERRA DE FORTALEZAS EN EL PERIODO NAPOLEÓNICO(1796-1815)

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Beren
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LA GUERRA DE FORTALEZAS EN EL PERIODO NAPOLEÓNICO(1796-1815)

Mensaje por Beren »

Buscando cosas para un juego napoleonico que estoy haciendo me he topado con un peazo artículo sobre asedios y fortalezas interesantisimo, de Jose vicente Herrero Perez. Voy a ir poniendolo poco a poco, porque es algo larguillo:

Introducción

El propósito de este artículo es examinar de forma somera el papel estratégico y las características de la guerra de fortalezas en el periodo napoleónico, aunque nos centraremos sobre todo en las campañas del Primer Imperio. Utilizaremos indistintamente las expresiones "guerra de fortalezas" y "guerra de asedios" para designar en general las operaciones específicamente relacionadas con el ataque y la defensa de fortificaciones permanentes, si bien dedicaremos la mayor parte de nuestra atención al asedio formal. Asimismo es preciso señalar que, si bien tomaremos como referencia fundamental las plazas protegidas mediante fortificaciones abaluar-tadas, los ejércitos de la época también hicieron uso de otros tipos de fortificación permanente, cuyos pormenores no consideraremos aquí.

Discutiremos en primer lugar, hasta qué punto la estrategia y la logís-tica influyeron en la menor importancia de la guerra de fortalezas, y, a continuación, el papel que desempeñó este tipo de operaciones en las campañas de los ejércitos de la era napoleónica. En la segunda parte del artículo esboza-remos la experiencia personal de soldados y civiles durante un asedio de la época. El aparato crítico ha sido reducido al mínimo de notas y una breve selección bibliográfica, ya que este trabajo no pretende ser una aportación original ni un estudio exhaustivo del tema, y está basado en fuentes secun-darias. Tan sólo trataremos de arrojar un poco más de luz sobre una faceta poco conocida de las guerras napoleónicas, sintetizando en una visión de conjunto cuestiones que han sido tratadas de forma separada por otros autores.

Logística, estrategia e innovación napoleónica

La guerra de asedios ha sido considerada tradicionalmente la mayor víctima de la transformación de la guerra en el periodo napoleónico. Las más celebradas campañas de Napoleón, breves, intensas y decisivas, contrastan con las largas sucesiones de tediosos, casi ritualizados, asedios que son uno de los rasgos más notorios (si no el que más) de la guerra desde comienzos de la Edad Moderna hasta la década de 1790. Muchos tratadistas post-napoleónicos han resaltado especialmente el contraste entre los ejércitos franceses de la era de Napoleón y sus inmediatos antecesores del siglo XVIII. Estos últimos son descritos normalmente como fuerzas lentas, cargadas con voluminosos trenes de bagaje, y dependientes de una línea de almacenes y convoyes de abastecimiento. La seguridad de almacenes y convoyes requería la toma de las fortalezas situadas en la línea de avance, pero también hacía de las campañas militares acciones limitadas y apenas decisorias, porque los ejércitos pasaban la mayor parte del tiempo en asedios, en vez de enfrentarse en el campo de batalla. La poliorcética era, pues, la forma suprema del arte militar en el Antiguo Régimen.

Por el contrario, los ejércitos franceses de la República y el Imperio rompieron las tiránicas cadenas de la logística y, viviendo del territorio en que operaban, fueron capaces de aplastar a sus enemigos mediante ofensivas a fondo destinadas a la derrota total de éstos sin limitarse a la captura de un puñado de plazas fuertes para el posterior regateo en las negociaciones de paz. Podía prescindirse de la poliorcética. Aunque hay una parte de verdad en esta visión tradicional, está basada en una incorrecta interpretación de las realidades de la logística y la guerra de asedios antes y durante el periodo napoleónico.

Antes de la Revolución francesa, los ejércitos trataban de ser tan independientes de las embarazosas "colas" logísticas como era posible. De hecho, uno de los desiderata básicos para cualquier campaña era ejecutarla movilizando la menor cantidad posible de recursos administrativos propios. La carga de alimentar a las tropas debía recaer en la población del territorio enemigo; el grado de rigor en la obtención de víveres dependía de la potencial "anexionabilidad" del territorio en cuestión. Porque la guerra, sobre todo desde el último tercio del siglo XVII, era considerada como un instrumento político-económico para la obtención de objetivos concretos y definidos. En la práctica, esto significaba la ocupación de territorios y, por consiguiente, de sus plazas fuertes. Además, la ocupación debía lograrse del modo más barato posible (es decir, el ejército debía vivir a costa de los recursos del vecino y no de los propios). Todo esto se traducía en la práctica en una combinación de asedios mas requisa, pero el problema para el ejército invasor era que este procedimiento de operaciones era casi una contradicción de términos.
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Beren
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Mensaje por Beren »

Un ejército que avanzase por un territorio relativamente fértil podía ser alimentado con bastante facilidad porque se estaba moviendo diariamente hacia nuevas zonas cultivadas. Sin embargo, cuando la naturaleza de las operaciones era sedentaria -por ejemplo, durante un asedio- las fuentes locales de abastecimiento se agotaban tarde o temprano, y el fantasma del hambre aparecía cada vez que un asedio se prolongaba más de lo esperado. Capturar una fortaleza antes de que los recursos de la comarca circundante se terminasen era un problema fundamental de la guerra. Cuando ésto no era posible, se hacía necesario montar las aparatosas organizaciones de abastecimiento que han sido el hazmerreír de muchos críticos posteriores. Por tanto, la guerra de asedios no era la consecuencia de la dependencia de un cordón umbilical de suministros, sino la causa de ésta.

En ese caso, ¿por qué los ejércitos desde finales del siglo XVII, si no antes, hasta la Revolución francesa mostraron una preferencia por los asedios, pese a que éstos eran tan exigentes desde el punto de vista logístico? Ya hemos mencionado anteriormente el carácter político-económico de la guerra en este periodo. Los monarcas estaban más interesados en arrebatarse provincias unos a otros que en el derrocamiento de sus pares o en la libera-ción de los súbditos del vecino (objetivos de guerra que necesitaban una justificación moral o ideológica). Por otra parte, esta limitación de objetivos era también resultado de los medios disponibles, no de una concepción "ilustrada" de la guerra. Unas comunicaciones adecuadas son vitales para cualquier ejército, pero en aquella época las carreteras y vías navegables en buenas condiciones eran escasas. Por consiguiente, actuaban como embudos por los que tenían que pasar los ejércitos y que revelaban al enemigo su probable ruta de avance.

Así pues, un estado podía tomar precauciones mediante la construcción de fortalezas en las confluencias de ríos, en los pasos montañosos y en las encrucijadas de carreteras. El resultado era que las penetraciones profundas en territorio enemigo tenían que ser descartadas, ya que los ejércitos no podían abrirse paso a través de un sistema de fortalezas sin recurrir a los asedios. Pero su incapacidad no se debía a una gran dependencia de almace-nes y convoyes. La dificultad para las grandes marchas estratégicas era que con ejércitos de campaña pequeños -como lo eran generalmente los ejércitos dinásticos- resultaba imposible cercar fortalezas mientras el grueso del ejército proseguía el avance. En la práctica, el avance se asemejaba a lentos saltos de una fortaleza a otra, lo cual era suficiente para desanimar a monarcas demasiado ambiciosos. Además, una marcha estratégica hacia el corazón del país enemigo -a menos que el ejército defensor decidiera plantear una batalla campal- era probable que sólo golpease en el vacío en una época en la que los puntos vitales de un estado se encontraban protegidos por sus fortalezas.

Otro factor que favorecía la preferencia por los asedios era el sistema militar de los ejércitos dinásticos, que hacía de los soldados algo demasiado costoso como para arriesgarlos a la ligera en batallas campales. El asedio, convertido en una ciencia casi exacta por Vauban y Coehorn, era una forma menos azarosa de usar un ejército. Finalmente, los avatares de la Historia convirtieron a los Países Bajos y Flandes (los territorios europeos más densamente fortificados) en escenario de muchas de las principales campañas militares de la época. Era inevitable que los asedios asumieran un papel fundamental en ellas. En las campañas en Europa central y oriental, donde la densidad de fortalezas era menor, los asedios fueron menos frecuentes.
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Mensaje por Beren »

No obstante, un especialista en la historia de las fortalezas, Christopher Duffy, ha señalado que, en vísperas de la Revolución francesa, la guerra de asedios ya había perdido importancia respecto a la denominada "edad clásica" de la poliorcética y la fortaleza, que se extendió de Vauban a Federico el Grande. Una razón de este declive fue el papel menor como teatro estratégico de operaciones de los Países Bajos a medida que avanzó el siglo XVIII. Una segunda razón fue un cierto desarrollo técnico de la artillería, que aumentó la ventaja relativa del ataque (era posible disparar más balas con la misma cantidad de pólvora, lo que permitía una relación entre coste y eficacia más favorable para el sitiador). En tercer lugar, la consolidación de los ejércitos permanentes ofrecía al mundo militar un nuevo punto de referencia, tan duradero como los muros de las fortalezas, para evaluar e incrementar el poder bélico de un estado. Esto se produjo en paralelo a una tendencia, lenta pero continua, de aumento del tamaño de los ejércitos, que alcanzaría su clímax con la movilización masiva de la Francia republicana en la década de 1790.

Por otra parte, el desarrollo de la denominada "revolución agrícola" del siglo XVIII hizo posible la producción de sustanciales excedentes de alimentos. El transporte de tales excedentes a los núcleos urbanos requería unas vías de comunicación mejoradas, lo cual condujo a una expansión de buenas carreteras pavimentadas en Europa occidental y central. Ambos factores hicieron más fácil para los ejércitos recurrir a la requisa y mantener la movilidad.

Hacia el final del Antiguo Régimen se introdujeron, además, los medios para poner en práctica las ideas de los teóricos franceses Bourcet y Guibert sobre el sistema divisionario. Los ejércitos dinásticos avanzaban por la misma ruta formando casi un bloque compacto, en parte por la escasez de buenas carreteras, pero también porque carecían de una artillería de campaña que pudiera mantener el ritmo de avance de la infantería. Una división de infantería, sin artillería y separada del grueso del ejército, podía ser arrollada por un enemigo ligeramente superior en número, o no podía fijar mediante un ataque una fuerza enemiga superior (en cierto sentido, las fortalezas habían sido las "divisiones" estáticas de los ejércitos dinásticos, protegiendo sus flancos o actuando como una cortina para proteger sus maniobras). Sin embargo, el desarrollo de nuevas piezas de artillería más móviles (por ejemplo, el sistema Gribeauval, adoptado por el ejército francés en 1774) proporcionó la capacidad para formar divisiones de armas combinadas que podían operar de forma independiente si era necesario, y mejoró la movilidad estratégica del ejército en conjunto: en adelante, sería posible avanzar por separado sobre un frente extenso y combatir concentrado.

La Revolución francesa fue un catalizador de muchos de los factores que hemos citado, pero en lo que se refiere a la logística no hubo un cambio radical respecto al Antiguo Régimen. Ciertamente, la toma de fortalezas por su valor intrínseco no fue el objetivo de los ejércitos revolucionarios franceses, que se proponían extender los ideales de liberté, egalité y fraternité. Pero si, por cualquier razón, dejaban de avanzar, una vez consumidos los recursos alimenticios de los alrededores, dependían tanto de los almacenes y los convoyes como sus adversarios dinásticos.
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Mensaje por Beren »

Napoleón nunca estuvo muy interesado en los asedios. Pero no se debía a que sus ejércitos fueran capaces de prescindir de complejas "colas" logísticas -los ejércitos del Antiguo Régimen también podían hacerlo-. De hecho, como Martin van Creveld ha argumentado convincentemente, Napoleón prestaba una cuidadosa atención a la organización logística, ya que era correctamente consciente de los límites de vivir del país cuando un gran ejército estaba concentrado. Las fuerzas de Napoleón se encontraron con problemas de suministros cada vez que se detenían durante demasiado tiempo en un lugar determinado. Había dos soluciones para esta situación: Una era establecer una línea de abastecimiento, segura pero embarazosa (la solución tradicional). La otra (la contribución innovadora de Napoleón al arte de la guerra) era la inversión de la relación entre asedios y batallas: el objetivo primordial de la estrategia ya no era las fortalezas del enemigo, sino sus ejércitos de campaña. Como concluye van Creveld:

Napoleón, en resumen, se dio cuenta de que era la predilección dieciochesca por la guerra de asedios lo que llevaba a interminables dificultades logísticas. Como él era capaz, gracias al tamaño de las fuerzas bajo su mando, de prescindir de los asedios, hizo en gran medida superfluo el aparato logístico del siglo XVIII.

La clave del talento de Napoleón como general era su capacidad para pasar directamente de una marcha estratégica a la batalla campal y después a la persecución, sin pausas. Ciertamente, podía encontrar plazas fuertes en su camino, pero sus ejércitos eran ahora lo bastante grandes para cercar una fortaleza -más de una, si era necesario- y seguir su avance. Una vez que el ejército de campaña enemigo era derrotado, la caída de cualquier fortaleza era cuestión de tiempo. Por ejemplo, en 1800, aunque los austríacos todavía poseían muchas de las fortalezas en el Norte de Italia, la victoria de Marengo decidió la campaña; en 1806 las fortalezas del Elba no impidieron a Napoleón penetrar en el reino de Prusia y arrollarlo hasta más allá del Oder.

Todo lo anterior no significa que Napoleón se desinteresara de las fortalezas. Él mismo escribió: Las plazas fuertes son útiles para la guerra defensiva como para la guerra ofensiva; sin duda, ellas solas no pueden reemplazar un ejército; pero son el único medio que hay para retardar, obstaculizar, debilitar, hostigar a un enemigo victorioso... Reconocía el valor de las fortificaciones permanentes y no descuidó su mantenimiento o su construcción. El general Foy escribió sobre esto último: Alessandría, Amberes, Jülich -y quinientas plazas más construidas, restauradas o ampliadas-; estos logros demuestran que las artes de Vauban no han caído en decadencia en manos de los Marescots, los Chasseloups y los Haxos. Toda Europa ha sido cubierta por nuestros reductos y atrincheramientos... Napoleón no sólo se preocupó de fortificar las fronteras; también era partidario de que se construyeran fortalezas en el interior, especialmente en torno a la capital (aunque, paradójicamente, en la práctica descuidó la fortificación de París). Llevar a cabo un asedio al final de una larga línea de abastecimiento en territorio hostil inevitablemente causaría dificultades logísticas a un invasor. Por otro lado, como podían ser guarnecidas por tropas de segunda línea o guardias nacionales, las fortalezas contribuían a reforzar el ejército de campaña dejando disponible para operaciones móviles al grueso de las tropas de primera línea.

Las campañas de Napoleón en Italia en 1796-1797 y 1800 proporcionan buenos ejemplos para evaluar la influencia de las fortalezas en la guerra napoleónica y el empleo que Napoleón hacía de ellas. En la campaña de 1796-1797, el dominio francés sobre Lombardía resultaba precario mientras la fortaleza de Mantua permaneciese en poder austriaco. Incapaz de avanzar dejando una plaza fuerte tan importante a sus espaldas, Napoleón se vio obligado a adoptar una estrategia defensiva desde mayo de 1796 a febrero de 1797. Incluso después de brillantes victorias tácticas (como en Arcola), el ejército francés no pudo perseguir a los austríacos el tiempo suficiente para asegurar su aniquilamiento. El resultado de esta situación fueron cuatro ofensivas austriacas para socorrer Mantua, las cuales obligaron a Napoleón a levantar por dos veces el asedio de la plaza y a emplearse a fondo en orden a mantener su posición en el norte de Italia. Por otro lado, el prolongado sitio forzó a Napoleón a establecer una línea de abastecimiento a través de una zona de retaguardia que todavía no estaba completamente pacificada. No obstante, para ser exactos, hay que precisar que esta campaña no fue del todo "napoleónica", en el sentido de que era el Directorio, y no el brillante general corso, el que ejercía la dirección estratégica de la guerra, en la cual el teatro de operaciones italiano tuvo -al menos, inicialmente- una importancia secundaria.
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balowsky
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Mensaje por balowsky »

Interesantísimo todo, espero poder seguir leyendo, me has dejado con las ganas.
En un libro que leí recuerdo que en la campaña de Egipto, y subiendo ya por Palestina(aquí tengo mis dudas de lo que estoy diciendo) Napoleón se topó con una fortaleza imprevista que paralizó todo su avance y frustró sus planes.
No era tanto el potencial defensivo de la fortificación como la detención de la marcha, pero desde entonces cuidó mucho más todo el sistema de exploración de la caballería.

Me explicas eso de que estás haciendo un juego? Tablero? Puedo jugar?
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Iberalc
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Mensaje por Iberalc »

San Juan de Acre, y no la tomó...

http://es.wikipedia.org/wiki/Acre_(Israel)
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Beren
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Mensaje por Beren »

Es un juego k ya llevo un tiempo haciendolo, aun falta una temporada para k lo acabe tranki, jijiji.

Los papeles se invirtieron en 1800. El ejército austriaco de Melas estaba tratando de tomar Génova para consolidar su posición en la Italia septentrional, antes de invadir Francia. Napoleón poseía la iniciativa estratégica mientras el enemigo estuviera retenido en el asedio. Pero si el objetivo primario de los generales austriacos en 1796-1797 había sido el rescate de Mantua, el propósito de Napoleón era la destrucción del ejército de campaña enemigo, con el socorro de Génova en un lugar secundario. Este contraste de prioridades demuestra claramente la función que las fortalezas desempeñaban en el arte napoleónico de la guerra. De hecho, Génova capituló finalmente ante los austriacos, pero su guarnición ganó un tiempo inestimable para el ejército principal de Napoleón, que pudo completar sus preparativos y penetrar en Italia a través de los Alpes sin interferencias del enemigo. En la práctica, la acción de Génova demostró ser la clave de la campaña.

Durante las grandes campañas napoleónicas en Europa central y oriental, los asedios desempeñaron un papel muy secundario. Napoleón fue capaz de ejecutar sus planes sin la interferencia de fortalezas. De hecho, el único asedio memorable de 1805 a 1812 fue el de Danzig (1807), y fue una acción relativamente menor dentro del conjunto de la campaña en Prusia oriental y Polonia de 1806-1807. Irónicamente, durante sus años de declive, Napoleón da la impresión de ser una víctima de sus propios métodos. Porque cuando se vio obligado a luchar estratégicamente a la defensiva en 1813, dejó efectivos considerables en fortalezas alemanas y polacas, en la esperanza de usar tales plazas como bases de maniobra para su reconstituido ejército. Sin embargo, sus esperanzas no se materializaron y algunos estudiosos de sus campañas han argumentado que fue un grave error, ya que las tropas bloqueadas en aquellas fortalezas podrían haber reforzado de forma signifi-cativa su ejército a finales de 1813. Por otro lado, en 1814, la línea de fortalezas en la frontera oriental de Francia no retrasó a los ejércitos aliados. Es cierto que algunas plazas fijaron contingentes importantes de los ejércitos invasores, pero éstos eran ahora de tal tamaño que, al igual que podían hacer los franceses algunos años antes, estaban en condiciones de proseguir sus maniobras estratégicas. Los enemigos de Napoleón también habían aprendido con el paso del tiempo.

No obstante, las fortalezas mantuvieron mucho de su antiguo valor en un teatro de operaciones: la Península Ibérica. España y Portugal son países de orografía difícil, en los que, a comienzos del siglo XIX, las principales comunicaciones terrestres consistían en unas pocas carreteras descuidadas, que eran aún peores en periodos de mal tiempo. Como la Península Ibérica era también una de las zonas agrícolas menos fértiles y desarrolladas de Europa, los ejércitos dependían en gran medida de almacenes y convoyes de abastecimiento y, por consiguiente, de líneas de comunicaciones seguras.

La limitada red de carreteras y el terreno quebrado hacían esencial la posesión de ciertas plazas fuertes. San Sebastián y Pamplona controlaban la ruta Bayona-Vitoria; Figueras y Gerona, las comunicaciones de Perpignan a Barcelona; Jaca, el principal paso por los Pirineos centrales. Plazas fuertes cubrían por ambos lados los principales punto de paso de la frontera hispano-lusa: Ciudad Rodrigo tenía su contraparte en Almeida, y lo mismo ocurría con Badajoz y Elvas. Por otro lado, algunas ciudades importantes (por ejemplo, Zaragoza, Lérida, Tarragona) eran focos de la resistencia nacional al invasor, que debían ser tomados como un requisito para controlar las comarcas circundantes. Por tanto, no es sorprendente que los dos comandantes con más éxito en la península -el británico Wellington y el francés Suchet- se vieran implicados en casi tantos asedios como batallas campales.

Pero las fortalezas por sí solas no lo eran todo. Alcanzaban su máximo valor estratégico cuando apoyaban las operaciones de un ejército de campaña. Los mandos españoles, por el contrario, cayeron en varias ocasiones en la tentación de introducir todas sus tropas en las plazas fuertes, seducidos por una falsa apariencia de seguridad. Por ejemplo, la caída de Zaragozademostró ser un golpe demoledor para los españoles. Prácticamente todas las tropas disponibles en Aragón habían sido enviadas a la defensa de la ciudad, y habían sucumbido allí. Como resultado, Aragón quedó virtualmente desprovisto de fuerzas organizadas españolas a comienzos de 1809. De igual modo, los éxitos de Suchet en el Bajo Ebro y Levante en 1810 y 1811 se vieron facilitados por la defectuosa estrategia del general Blake, quien no supo coordinar la defensa de las plazas fuertes con operaciones de su ejército de campaña contra la vulnerable línea de comunicaciones francesa. El caso con-trario se produjo en 1812. Wellington, pese a su gran victoria en Salamanca (Los Arapiles), tuvo que detener su ejército para acometer el asedio del castillo de Burgos. Esta situación fue aprovechada por los franceses para reagrupar sus fuerzas y emprender una contraofensiva que obligó al ejército aliado a retirarse hacia Ciudad Rodrigo. Las fortalezas ya no poseían el monopolio de las operaciones de defensa.
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seaman
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Mensaje por seaman »

Del asedio a San Juan de Acre hay una anécdota interesante, que acá les cuelgo:

Debido a lo largo que se tornaba el asedio, la munición comenzó a escasear del lado francés, específicamente las balas de cañón, lo que llevo a "reciclar" las balas disparadas por el enemigo desde la fortaleza, para lo cual se le pagaba a los soldados por cada bala recuperada, mientras mayor fuera esta y lo más intacta posible, mayor la recompensa por la munición rescatada. Evidentemente esto se convirtió en todo un "negocio" para las tropas ociosas debido al largo asedio.
Un grupo de avispados soldados y haciendo uso del ingenio, durante la noche construyo un improvisado baluarte de utilería en el lado de la playa, esto provoco que al amanecer del día siguiente los sorprendidos asediados observaran un amenazador baluarte aparecido de la nada apuntado directamente a la fortaleza. Esto desencadeno una terrible lluvia de la más pesada artillería disponible hasta destruir la "amenaza".
El resultado fue un jugoso "botín" para los ingeniosos soldados, ya que obtuvieron una gran cantidad de balas de cañón del calibre más pesado y relativamente "intactas" ya que estas se enterraron en la arena de la playa, solo quedando a la siguiente noche desenterrar los frutos de tan ingeniosa cosecha.

Un saludo!
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Pavia
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Mensaje por Pavia »

Si llegan a ser españoles en vez de franceses, te aseguro que se las apañan para que los asediados se queden sin municion.
Y digo esto con un tono mas bien de resignacion, para nada de presuncion

Saludos
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Beren
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Mensaje por Beren »

La experiencia de la guerra de fortalezas

Acabamos de ver los aspectos estratégicos de la guerra de fortalezas en el periodo napoleónico. En la segunda parte de este artículo nos aproximaremos a ella desde el punto de vista de los combatientes, exami-nando en qué condiciones combatían sitiadores y sitiados, cómo les afectaban las características de ese tipo de guerra. Lo haremos siguiendo las fases habituales en la conducción de un asedio. Y también nos referiremos en las siguientes líneas tanto a los combatientes como a quienes no lo eran, porque, con raras excepciones, las fortalezas asediadas incluían población civil.

Hemos visto en la primera parte de este artículo que, pese a la relativa pérdida de importancia estratégica de las fortalezas, los ejércitos del periodo napoleónico no pudieron prescindir completamente de las operaciones de asedio. Las fortalezas tenían que ser tomadas tarde o temprano, ya fuera como requisito para proseguir el avance o en una operación de limpieza (por ejemplo, la campaña del general Vandamme en Silesia durante los primeros meses de 1807). Pero antes de proseguir, describiremos de forma sucinta cómo eran las defensas de una plaza fuerte de la época. La mayor parte de las fortalezas del periodo napoleónico estaban construidas según los principios de la fortificación abaluartada, que había sido configurada a comienzos del siglo XVI y perfeccionada por Vauban en las últimas décadas del XVII. Tales principios permanecieron vigentes hasta después de las guerras napoleónicas, debido a la ausencia de grandes innovaciones tecnológicas.

La columna vertebral de una fortaleza o plaza fuerte era su recinto amurallado continuo. La muralla estaba formada por tramos rectos (llamados cortinas) y salientes angulares (baluartes); estos últimos permitían a los defensores efectuar fuego cruzado. La muralla era construida con tierra, sillería o una combinación de ambas, y tenía un revestimiento (escarpa) de piedra o ladrillo en su cara exterior. No resistía el fuego de artillería mucho tiempo, pero cumplía muy bien el objetivo primario de impedir que la infantería enemiga irrumpiese en la fortaleza por algún medio que no fuese la escalada o el asalto a una brecha. También era la plataforma principal de la artillería de la fortaleza, e incluía una banqueta -una especie de escalón para el fuego de la infantería-. Respecto a los baluartes, nos limitaremos a decir que sus flancos debían ser lo bastante espaciosos para emplazar al menos dos cañones pues de lo contrario una fuerza de escalada enemiga podría ascender por la cara del baluarte adyacente y rebasarla antes de que la dotación de un único cañón tuviera tiempo de recargar.

El foso era otro de los elementos principales de una fortaleza. Se extendía desde la base de la muralla hasta el camino cubierto y podía incluir obras defensivas adicionales (rebellín, contraguardia, tenaza, hornabeque, luneta...). El lado exterior del foso era sostenido por la contraescarpa, una pared continua que reproducía los salientes y entrantes de los baluartes y cualesquiera otras obras que se alzaran en el foso. En su construcción y su forma era como una escarpa en escala reducida, y debía tener altura suficiente para disuadir a los infantes enemigos de saltar demasiado alegre-mente al fondo del foso. Una posición externa de infantería, el camino cubierto, se extendía desde lo alto de la contraescarpa y formaba un reborde en el glacis.

El glacis era una zona de terreno despejado en torno a todo el períme-tro de la fortaleza. Empezando a una distancia de unos setenta u ochenta metros de la cresta del camino cubierto, ascendía gradualmente hacia la fortaleza con una pendiente muy suave. El glacis era muy importante para obligar al enemigo a emprender el prolongado y laborioso proceso del asedio regular. En primer lugar, obligaba a los sitiadores a excavar trincheras para que el fuego sin obstáculos desde la fortaleza no produjera una matanza. Y, en segundo lugar, el glacis, a medida que ascendía hacia la cresta del camino cubierto, ocultaba la escarpa de la vista, obligando a los sitiadores a desplazar sus cañones de batir toda la distancia hasta el borde del foso (recuérdese que estamos hablando de una época en la que los cañones eran armas de tiro tenso, por lo que la trayectoria de sus proyectiles coincidía con la línea visual).
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Mensaje por Beren »

Además de las defensas básicas que acabamos de describir sucintamente, una fortaleza podía ser una ciudadela. Ésta era una obra de cuatro o cinco lados, compacta, independiente y muy sólida, y situada habitualmente junto al recinto de una plaza fuerte. Las ciudadelas habían sido construidas con uno de dos propósitos en mente (cuando no ambos): proporcionar a la guarnición un lugar para ofrecer una resistencia después de que la fortaleza principal hubiera caído, o mantener a los ciudadanos de la plaza en un temor reverencial.

Pero por muy bien construida y armada que estuviera una fortaleza, su auténtico poderío se hallaba en su guarnición. Si los defensores estaban desmoralizados y carecían de la voluntad de resistir, todas las fortificaciones y piezas de artillería eran inútiles. Esto quedó demostrado en Prusia en 1806 durante el periodo inmediatamente posterior a Jena y Auerstädt, cuando varias fortalezas en buenas condiciones de resistencia se rindieron a las fuer-zas francesas con sorprendente -incluso ignominiosa- facilidad. La situación opuesta se produjo en España, donde no pocas guarniciones resistieron tenazmente en circunstancias desfavorables. Un caso destacado es el de Zaragoza durante el primer sitio. En 1808 la capital aragonesa no podía considerarse una plaza fuerte en el sentido genuino del término. Sus murallas eran débiles y casi ruinosas, carecían de parapetos adecuados y estaban hechas principalmente de una mezcla de barro, yeso y fragmentos de ladrillo. No había escasez de artillería y mosquetes, pero el número de tropas regulares eran pequeño: unos mil hombres en una guarnición de ocho mil. Sin embargo, aquella guarnición mixta de soldados y civiles armados, ayudada por una ciudadanía muy valerosa, rechazó dos asaltos directos y continuó luchando después de que los franceses penetrasen en la ciudad; esto último ocurrió de nuevo en el segundo sitio. Todo ello llevó a un oficial francés a escribir que el espesor de las murallas de Zaragoza debía medirse por el espacio cubierto por la ciudad entera. Otro ejemplo, a mucha menor escala y menos conocido, de resistencia decidida es la defensa del castillo de Monzón en 1813-1814, donde una pequeña guarnición francesa (un centenar de hombres), bajo la dirección de facto de un simple -aunque experimentado- soldado de ingenieros, hizo frente con éxito notable a una fuerza española veinte veces superior.

Había procedimientos para intentar tomar una plaza fuerte por la vía rápida: el bombardeo artillero, el asalto directo y la escalada. El primer procedimiento consistía en intentar que la guarnición se rindiera amedren-tándola mediante un bombardeo relativamente breve, pero violento; en 1799 los austriacos redujeron así Turín en veinticuatro horas, y los británicos forzaron a los daneses a rendirse en 1807 tras bombardear Copenhague durante tres días, incendiando media ciudad. El asalto directo era usado contra fortificaciones anticuadas o débiles, como en Lübeck (1806) y Ratisbona (1809) -con éxito-, o en Zaragoza, Valencia (ambas en 1808) y Smoliensk (1812) -sin él-. Una escalada era el intento de subir con escaleras de mano por una muralla, por medio de una acción por sorpresa. En la época de las guerras napoleónicas, era considerada una empresa arriesgada, como comprobaron a su costa los franceses en su intento nocturno contra un baluarte en Gerona (1808) y los británicos en Bergen-op-Zoom (1814); las escaladas británicas en Badajoz (1812) se pueden considerar a mitad de camino entre la sorpresa y el asalto formal, pues fueron ejecutadas al mismo tiempo que el asalto a las brechas.
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Si los procedimientos rápidos fracasaban o eran desestimados, el ejército atacante tenía que amoldarse a las servidumbres de un asedio regular, que podía prolongarse durante mucho tiempo. El hambre era uno de los peligros que acechaban a las resistencias demasiado prolongadas. De hecho, cuando tenían mucho tiempo a su disposición, o los demás métodos resultaban infructuosos, los sitiadores podían limitarse a mantener un estrecho bloqueo y someter a la guarnición por hambre. Génova (1800), Figueras (1811) y Pamplona (1813) capitularon después de que se agotaran sus suministros de víveres. El problema del acopio de víveres era agravado por las dificultades para conservar alimentos en una época anterior al almacena-miento en frío y las conservas. No era extraño, por tanto, que las raciones de guarniciones muy tenaces acabasen por incluir carne de perro y rata, una vez consumidas las provisiones almacenadas. Por supuesto, las tropas tenían prioridad en la distribución sobre los civiles; de ahí que éstos tuvieran mayores probabilidades de morir por desnutrición (se ha estimado que quince mil civiles murieron principalmente por el hambre durante el sitio de Génova).

A su vez, los sitiadores, si no disponían de una línea de abastecimiento regular, también podían sufrir escasez de víveres -por las razones que expusimos en la primera parte-. Esto le ocurrió al ejército francés durante las primeras semanas del segundo sitio de Zaragoza: la ración de pan fue reemplazada a menudo por un puñado de arroz o judías, y de hecho estuvo reducida a la mitad durante algún tiempo; las partidas de forrajeo regresaban de vacío muchas veces -habiendo sido atacadas a menudo por guerrilleros-. Otra escasez muy lamentada también por los sitiadores de Zaragoza fue la de sal, y algunos soldados recurrían al salitre de sus cartuchos para hacer comestible su sopa.

Una alimentación inadecuada no era lo mejor para hacer frente a las enfermedades que podían propagarse durante un asedio, particularmente entre los sitiados. La escasez de comida, la falta de disciplina e instalaciones sanitarias, el hacinamiento, los cadáveres insepultos, provocaban y extendían enfermedades como el tifus, el escorbuto y la disentería, que normalmente eran más letales que cualquier fuego de artillería y mosquete. Diecinueve mil de los veinticuatro mil soldados franceses bloqueados en Torgau (1813-1814) murieron de epidemias. Las enfermedades se cobraron durante el segundo sitio de Zaragoza quizás cuarenta mil de los aproximadamente cincuenta mil españoles muertos (civiles en su mayoría) y la mitad de las diez mil bajas francesas. El emplazamiento de la fortaleza también era un factor importante. Mantua, situada en medio de una zona pantanosa, era famosa como plaza fuerte y como uno de los focos infecciosos de Europa. Durante el asedio de 1796-1797, dieciocho mil soldados austriacos y seis mil civiles murieron allí de hambre y enfermedades, y estas últimas se cobraron la mayoría de los siete mil sitiadores franceses fallecidos. A ésto se añadía el hecho de que los ejércitos y la medicina de aquella época tenían una capacidad relativamente limitada para atender a heridos y enfermos, y, con cifras diarias de bajas por heridas y enfermedad que podían llegar a varios centenares, no debe sorprender que los servicios médicos no siempre pudieran proporcionar un tratamiento adecuado. Un oficial polaco escribió que el hospital francés donde fue internado en el segundo sitio de Zaragoza se parecía más a una cueva de asesinos que a un lugar donde uno tenía alguna esperanza de ser curado.

El hambre y la enfermedad no eran desconocidas por los soldados que participaban en operaciones de movimiento. Sin embargo, se libraban de un componente que hacía a la guerra de asedio penosamente "moderna" para el soldado corriente: la presencia constante del peligro. Porque, entre batalla y batalla (y las batallas de la época solían ser acontecimientos que duraban sólo un día y eran relativamente distantes entre sí en el tiempo), un soldado corría un riesgo relativamente pequeño de ser baja por acción enemiga (a menos que sirviera en el ejército francés y estuviera destinado en la Península Ibérica). Pero en un sitio, el soldado que servía en las defensas de la fortaleza o en las obras de asedio podía ser alcanzado en cualquier momento por el fuego enemigo.
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Beren
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Un sitio formal progresaba hacia la fortaleza mediante dos tipos de trincheras: las paralelas (trincheras transversales de apoyo) y los zigzags (trincheras de aproximación). La paralela era una trinchera ancha y profunda que se trazaba en arco alrededor de la fortaleza, por lo que estaba equidis-tante de las obras de ésta en toda su longitud. Servía como camino cubierto entre uno y otro lado de las obras de asedio y como punto fuerte desde el que la infantería podía rechazar salidas además de apoyar a los zigzags por delan-te de ella. El peligro comenzaba para el sitiador ya en la primera noche, durante la apertura de la primera paralela. Ésta se "abría" (comenzaba) con la debida precaución a una distancia de la fortaleza que podía ir de unos doscientos metros a cerca de los seiscientos. En la noche escogida y bajo la protección de destacamentos de infantería, los soldados-trabajadores (la infantería proporcionaba la mayor parte de la mano de obra no cualificada) se desplegaban a lo largo del trazado previsto para la paralela, bajo la super-visión de los ingenieros. A continuación, se ponían a excavar una trinchera durante las horas de oscuridad restantes. Si todo iba bien, la guarnición no sabría nada de la apertura de las trincheras hasta que el amanecer revelase una cicatriz de tierra removida que se extendía a lo largo de varios centenares de metros alrededor del lado amenazado de la fortaleza. Después, la trinche-ra era reforzada en los días siguientes hasta que llegaba a ser una verdadera paralela. Pero si los defensores se daban cuenta de lo que estaba ocurriendo, los resultados podían ser horribles para las cuadrillas de trabajo: Las plataformas de madera de las baterías, empapadas con la sangre de nuestros artilleros, o los troncos decapitados de nuestros dedicados ingenieros, daban testimonio del mortífero fuego opuesto a nosotros. Los sitiadores podían responder con un bombardeo general, pero, aparte del efecto moral, era improbable que causara muchas bajas en la guarnición y la población civil; de todas formas, la segunda era la más perjudicada, debido a los daños sufridos por sus viviendas.

En la primera o segunda noche después de la apertura de las trincheras, los sitiadores abrían brechas en dos o tres lugares del parapeto y empeza-ban a avanzar hacia la fortaleza mediante la primera serie de zigzags. Cada tramo de ellos se extendía unos treinta o cuarenta metros (si bien esa distancia se reducía a medida que los aproches se acercaban a la fortaleza) y terminaba en un "corchete" o paralela en miniatura. El trazado en zigzag permitía ganar terreno hacia la fortaleza e impedir que la trinchera fuera enfilada desde las fortificaciones. Los zigzags eran excavados más o menos como la primera paralela, aunque las dimensiones finales eran más modestas, puesto que los zigzags no eran una posición de combate.

A mitad de la distancia hasta el camino cubierto, aproximadamente, los sitiadores excavaban la segunda paralela. Aunque era idéntica a la primera en propósito y diseño, la segunda paralela era establecida mediante la técnica de zapa volante (que describiremos más adelante). Los zigzags desde la segunda paralela eran excavados mediante zapas, debido al más letal fuego defensivo. La cabeza de una zapa era hecha avanzar por una escuadra de cuatro zapadores que excavaban una pequeña trinchera y construían un parapeto de gaviones, sacos terreros y tierra hasta que era lo bastante sólido para resistir la mayoría de las balas de cañón. Entonces, trabajadores menos cualificados ensanchaban la zapa hasta que llegaba a ser una trinchera propiamente dicha. Durante el periodo napoleónico, el ritmo habitual de progreso de una cabeza de zapa era de unos setenta metros en veinticuatro horas. En una "zapa volante", los zapadores plantaban y rellenaban una fila entera de gaviones simultáneamente. Una vez que los zigzags habían llegado al pie del glacis, se abrían zapas transversales a izquierda y derecha para establecer la tercera paralela. Después, nuevas trincheras de aproche podían ser excavadas en el glacis para comunicar con las baterías de batir y para establecer posiciones avanzados para el asalto.

Las zapas eran una de las tareas más peligrosas en un asedio, por lo que cada escuadra de zapadores era relevada al cabo de una hora, y sus miembros llevaban a veces coraza y enormes morriones con carrilleras. La actuación especializada de los zapadores nos hace recordar la necesidad de tropas de ingenieros en un ejército implicado en un sitio formal. En la época napoleónica, el arma de ingenieros era en gran medida un cuerpo de oficia-les, complementado por unas pocas unidades orgánicas. No resulta sorprendente que, siendo los maestros en ingeniería militar desde los tiempos de Vauban, los franceses tuvieran la mejor dotación, con diferencia, de ingenieros militares, aunque hubo una escasez temporal en el periodo republicano. Durante el Imperio llegaron a existir hasta ocho batallones de zapadores y dos de minadores (unos diez mil hombres); también había un nutrido cuadro de oficiales de ingenieros destinados en los estados mayores de las grandes unidades. En otros ejércitos, los contingentes de tropas de ingenieros eran modestos. Austria tenía cuatro batallones de zapadores y minadores hacia 1810; Prusia y Rusia contaban cada una con un par de batallones. Y el ejército peninsular de Wellington sufrió una desesperada escasez de ingenieros: sólo unas pocas docenas entre oficiales y tropa durante la mayor parte de sus campañas (diecinueve suboficiales y soldados constituyeron toda la fuerza de ingenieros durante el primer asedio aliado de Badajoz). Sólo en 1813 hubo un incremento apreciable con la llegada de varias compañías de los Reales Zapadores y Minadores. Por otra parte, el número de ingenieros militares era afectado por cifras de bajas relativamente elevadas, especialmente entre la oficialidad: veintisiete de los cuarenta oficiales de ingenieros franceses presentes en el segundo sitio de Zaragoza fueron matados o heridos (incluyendo a su comandante, el general Lacoste), y once de los dieciocho oficiales británicos del arma que intervinieron en el asedio de San Sebastián fueron baja (incluyendo al jefe de ingenieros de Wellington, el coronel Fletcher).
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Mientras las trincheras eran excavadas, la artillería estaba ocupada en su propia batalla. Se instalaban baterías de cañones, obuses y morteros -protegidas por sólidos parapetos- delante de la primera paralela, en o cerca de la segunda, y delante de la tercera. Su misión era silenciar la artillería enemiga en las murallas y obras exteriores. Una vez logrado esto, se emplazaban las baterías de piezas de batir en las posiciones más favorables y cercanas para abrir brechas en las murallas. Para silenciar a la artillería enemiga, los cañones de 18, 16, 12 y 8 libras servían bastante bien, mientras el cañón de 24 era la pieza más efectiva para abrir brecha.

Los morteros eran útiles piezas de asedio por su capacidad para lanzar granadas al interior de las fortificaciones. Las proyectiles de mortero produ-cían sus efectos más espectaculares cuando lograban hacer volar un polvorín de la fortaleza. Ese fue el caso en Almeida (1810), donde la explosión destruyó casi todas las municiones de la guarnición, mató a setecientas personas -en su mayoría soldados-, y arrasó el centro de la ciudad; todo ello supuso el final de la resistencia.

La ruptura de la escarpa podía realizarse mediante fuego de cañón o mediante minado. Cuando era escogida la artillería, el objetivo no era abrir a cañonazos un hueco que atravesase toda la muralla. Bastaba con derruir el revestimiento de piedra para que sus escombros rellenasen parcialmente el foso y formasen una rampa lo bastante suave para ser definida "practicable", es decir, en condiciones de ser ascendida sin necesidad de apoyarse en el suelo con las manos. La técnica ideal era batir el revestimiento lo más cerca posible, pero si era necesario, los cañones de la época eran capaces de crear una brecha a distancias de doscientos o trescientos metros, como demostraron los franceses en Ciudad Rodrigo (1810) y los británicos en Badajoz (1811). Sin embargo, estas proezas artilleras fueron de muy poco provecho, ya que las obras de asedio estaban demasiado alejadas para permitir a la infantería aproximarse a cubierto a las brechas.

Como alternativa o complemento de las obras de asedio descritas hasta ahora, los sitiadores podían recurrir al minado subterráneo. Consistía en la excavación de una galería bajo tierra desde una obra de asedio convenien-temente cercana hasta los cimientos de la muralla. Cuando éstos eran alcan-zados, el final de la galería (hornillo) se ampliaba para colocar en ella la carga de pólvora. El efecto de la detonación de la mina era volar físicamente por los aires la escarpa y parte de la fortificación asociada. Por su parte, los defensores podían responder excavando contraminas para destruir las obras de minado de los sitiadores. Una variante bastante excepcional y peligrosa del minado consistía en enviar minadores a través del foso para que abrieran una pequeña galería en la base de la muralla y colocaran en el núcleo de ésta la carga explosiva. Era una técnica usada sólo en circunstancias muy favorables (los franceses la emplearon en Tortosa en 1810-1811).

Durante la excavación de aproches y la construcción de baterías, los zapadores, los trabajadores y las tropas que protegían las obras contra cualquier posible salida de los defensores, estaban expuestos a balas de cañón y granadas de artillería que podían llegar en cualquier momento, sin más protección, en muchos casos, que un endeble parapeto de gaviones, sacos terreros y tierra. A medida que los sitiadores se aproximaban a la fortaleza, el fuego generalizado de mosquetería y el paqueo también comenzaban a cobrarse su tributo diario. Cualquier soldado que expusiera descuidada-mente la cabeza por encima del parapeto recibiría casi seguro un disparo tarde o temprano. También los defensores podían sufrir paqueo desde las obras de asedio, y en varios casos se vieron imposibilitados para asomar sus cabezas ante los intensos fuegos de mosquetería de los sitiadores.
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Pero, normalmente, la guarnición llevaba ventaja hasta que las baterías de asedio estaban en plena acción. De hecho, el fuego de los defensores podía llegar a ser tan peligroso que las obras sólo podían progresar de noche. Tras el crepúsculo, las tropas eran conducidas en silencio a las trincheras, donde excavaban durante varias horas en total oscuridad, sabiendo que cualquier ruido -incluso una tos- podía atraer fuego de artillería y mosquete. Si el asedio tenía lugar en invierno, la experiencia podía ser muy desagradable para las tropas ubicadas en las trincheras, pero sin intervenir en los trabajos: imposibilitadas de mantener hogueras, envidiaban a quienes estaban excavan-do, los cuales al menos mantenían su sangre en circulación. A fin de reducir la fatiga, la práctica habitual era turnar las unidades sitiadoras en las trincheras en periodos de veinticuatro horas. Pero en algunas de las obras de asedio en el segundo sitio de Zaragoza, los soldados franceses no eran relevados en setenta y dos horas, y, al amanecer, los hombres que habían estado excavando durante toda la noche caían dormidos tras los montones de tierra que habían acumulado delante de la trinchera, demasiado agotados para regresar a la seguridad de la retaguardia.

A veces, los sitiadores también tenían que luchar contra el terreno. En Danzig (1807), la tierra helada fue muy difícil de excavar hasta un deshielo primaveral. En Gerona (1809), los franceses fueron incapaces de excavar trincheras en la piedra desnuda de la meseta de Montjuich. En el segundo asedio aliado de Badajoz (1811), los zapadores de Wellington encontraron el pétreo terreno delante del fuerte de San Cristóbal aún más duro de excavar que los de Beresford durante el primero, porque el general Phillipon, el inge-nioso gobernador francés de la plaza, había quitado la delgada capa superficial de suelo que había. Y durante la fase de aproches en el primer sitio de Zaragoza, el general Verdier informó de que el terreno es tan cortado, boscoso, y está tan atravesado en todas direcciones por muros, que sólo podemos ver cuatro pasos por delante de nosotros cada vez, y cada vez que cubrimos esos cuatro pasos, tenemos que atrincherarnos a fin de salvar las vidas de los soldados.

No obstante, si el asedio era conducido con éxito, el fuego de la guarnición se debilitaba y se incrementaba la tensión para los defensores, que tenían que reparar en condiciones bastantes peligrosas los daños producidos en las defensas (por ejemplo, retirando escombros del foso). Otra tarea vital para la guarnición era la de obstruir las brechas abiertas en las murallas por la artillería de sitio. La solidez de las obstrucciones dependía tanto de la reso-lución e ingenio de los defensores como de los recursos disponibles. El con-junto de obstáculos más completo instalado en una brecha durante las guerras napoleónicas fue el ideado en Badajoz en 1812 por el general Phillipon, gobernador francés de la plaza, y su jefe de ingenieros, Lamare. Incluía mi-nas y barriles explosivos plantados al pie de la contraescarpa, y conectados con la muralla mediante mechas de pólvora cubiertas; en el fondo del foso, y al pie de las brechas, había toda clase de obstáculos grandes y molestos, como carros volcados al revés, varios grandes botes dañados, algunas mara-ñas de cuerda, y montones de gaviones y fajinas rotos; las pendientes de las brechas habían sido sembradas de abrojos, cubiertas con vigas tachonadas de clavos (pero no fijadas, sino colgando suspendidas de cuerdas desde el "labio"-el extremo superior- de la brecha), y se habían plantado en ellas gradas y puertas tachonadas con escarpias. Y en lo más alto de cada brecha había caballos de frisia, construidos con hojas de sable de caballería hincados en vigas, y encadenados por sus extremos.

La guarnición también debía construir defensas detrás y en ambos lados de la brecha: parapetos de tierra, sacos terreros y pacas de lana, barri-cadas entre las casas más próximas (que también eran fortificadas y aspi-lleradas)... Cuando era posible, se emplazaban cañones para disparar metralla contra los asaltantes; en Badajoz y San Sebastián, los gobernadores franceses aumentaron la potencia de fuego de su infantería entregando a cada hombre tres mosquetes cargados. Si las defensas de la brecha eran arrolladas, un gobernador muy resuelto podía intentar una defensa en profundidad. Tal fue el caso del general francés Rey, que levantó barricadas -que se apoyaban mutuamente- en las calles interiores de San Sebastián (1813); desafortunadamente para sus propósitos, no dispuso de tropas suficientes para mantener todos los puntos de defensa. Zaragoza, durante sus asedios en el periodo 1808-1809, es el ejemplo por excelencia de una ciudad defendida en profundidad, si bien presenta además algunos rasgos excepcionales que comentaremos más adelante. Aunque tal vez fue mejor para la población civil que tal tipo de defensa fuera muy poco habitual, ya de lo contrario, bien podrían haberse dado más casos similares al de Lérida (1810). Una vez tomado el casco urbano, el general Suchet, decidido a concluir rápidamente el asedio, ordenó a sus tropas enviar a la población civil a la ciudadela, todavía en manos españolas. Una vez que estuvo repleta de personal militar y civiles inocentes, los franceses batieron la ciudadela con fuego de obús. Consternado por la matanza entre soldados y civiles por igual el comandante español se rindió al día siguiente.
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