Cayo Mario divisó las últimas embarcaciones que le habían llevado de vuelta a allí donde todo empezó. Pero a diferencia de tiempos pasados,
Tapsus era hoy un puerto republicano y amistoso en lugar de la ciudadela hostil que contemplara la última vez que puso los pies sobre sus verdes y arenosos huertos. Había llegado a la provincia de
África con la intención de asestar el golpe definitivo a los rebeldes. Tras la brillante victoria naval de
Lucio Cornelio Cinna sobre
Cayo Porcio Catón en mitad del
Mare Siculum,
Lucio Calpurnio Piso tuvo el camino libre de trabas para la liberación de
Siracusa, pero no sólo satisfecho con la rápida resolución del asedio en cuestión,
Piso tomó a una parte de sus legiones y, en una marcha forzada cruzando la siempre dura y en ocasiones escarpada orografía de la región, fueron al encuentro de las legiones rebeldes. Pero las tropas enemigas habían dejado de ser una fuerza organizada, disciplinada y amenazante y ahora únicamente se limitaban a vagar por todo el extremo contrario de la isla. La deserción, horas antes de la llegada de la legión republicana, de
Quinto Cecilio Metello levantó las sospechas respecto no tanto a un cambio de parecer del militar como de una de las formas más refinadamente romanas de esconder la cobardía. Pero con independencia de los motivos por los cuales el
legatus rebelde dejó en la estacada a sus soldados, el resultado fue algo parecido a una cacería de agosto. La ausencia de gloria llegó a tal extremo que, a pesar de que aquella victoria pacificaba el vértice sur de
Italia, nadie reclamó el más mínimo honor. Todo lo contrario, fue el propio
Dictador quien se empeñó en recompensar los méritos de un asombrado
Lucio Calpurnio Piso con un austero desfile triunfal aunque las circunstancias de la guerra civil hicieron aconsejable que éste se desarrollara en la propia isla y no en
Roma como había sido costumbre los últimos centenares de años.
Por otro lado, cientos de millas más allá de los pilares de
Grecia, los últimos destacamentos republicanos, supervivientes de la
Batalla de Lidia, habían conseguido guarecerse tras la protección que los sólidos muros de
Pérgamo podían brindarles. Tras aquella infausta derrota,
Cayo Mario había nombrado a un total desconocido sin ninguna experiencia militar como nuevo
legatus de lo que quedaba de la tercera legión, de
nomen y
cognomen Lucius Cornelius Sulla, un completo desconocido, tal era la escasez de hombres de armas con la que contaba la
República. Lo primero que hizo el tal
Sulla fue contactar con un viejo conocido de
Roma, antiguo
prohombre que había decidido partir hacia otros futuros sin que nadie moviera un dedo por forzarlo a huir, ni tentarlo para que regresara,
Mamerco Aemilius Lepidus. Dicho romano de origen, cómodamente instalado en la corte de la
Liga Licia y con hilo directo con el
Arconte Eurycrates Xenonid consiguió que éste permitiera el paso de los efectivos republicanos a través de su territorio. No era una decisión fácil si tenemos en cuenta que el bando rebelde había cobrado una superioridad aplastante en las provincias vecinas y por tanto, en toda
Asia Menor. Dar cobijo a los perdedores no era una decisión acertada cuando uno dirigía a un reino rodeado de posibles enemigos. Por eso las gestiones realizadas tanto por el citado
Lepidus como por
Sulla llamaron la atención del propio
Dictador hasta el punto que
Cayo Mario ordenó a la flota de
Lucio Cornelio Cinna que fueran transportadas hasta
Pérgamo las ociosas tropas que permanecían en
Leptis Magna. Sería un cara o cruz para
Lucius Cornelius Sulla; debería demostrar su aptitud para el cargo o morir en el intento. Aún así, nadie podría arrebatarle al
Dictador la esperanza de no dar por perdidas aún las provincias que componían
Asia Menor,
Grecia y
Macedonia ahora ya en serio peligro.
Al otro extremo de la
República, allí por donde se ocultaba el Sol, la tensión alcanzaba tintes dramáticos. A
Cayo Mario no le había quedado otra opción que enviar al general
Publio Cornelio Scipio al frente de la
Quinta Legión para socorrer la difícil posición de un
Cayo Casio Longinus quien, de retirada en retirada, iba soportando la desazón del aislamiento. Y no era una situación agradable para nadie ya que los rumores más insistentes apuntaban desde hacía meses al
legatus Scipio como uno de los hombres que iban a seguir la estela de deslealtades. Si uno conocía el volumen en efectivos de la legión que comandaba y la pericia del militar en cuestión, casi podía intuir el fantasma de la derrota en los huesos propios si las malas lenguas tenían razón. Así es que a
Cayo Mario únicamente le quedaba saber, de una vez por todas, si
Publio Cornelio se mantendría fiel a la
República o a los rebeldes. Por tanto, envió a
Hispania al bravo general con la misión de destruir a los ejércitos enemigos y decidió esperar acontecimientos. ¿Qué legión sufriría los embates de
Scipio, el rebelde
Cayo Licinio Getha o el republicano
Cayo Casio Longinus?. La suerte estaba echada. Mientrastanto, ajenos a todo lo que sucedía,
Aurelia Cotta y
Quintus Pompeius Rufus decidían ingresar en las filas rebeldes.
Mayo, 650 AUC.