La lucha en terreno urbano es horrible. Imposible realizar amplios, seguros y elegantes movimientos de flanqueo. Se avanza de casa en casa, de agujero en agujero. No hay gloria en las luchas entre edificios. Casas convertidas en bunkeres. Muros convertidos en bunkeres. Cascotes convertidos en bunkeres. Y cienmil sitios donde poder emboscarse. La muerte se esconde tras cada ventanuco, tras cada esquina y seto. Tiopepe, Von Patoso o Presi agusto reducirían Coquigny a escombros, pulverizando cada ladrillo y cada pared una y mil veces si fuese necesario. Pero el tiempo apremia. El contraataque blindado alemán hacia las playas no retrocede y el rugido de los motores de esos malditos Tigers retumban en los alarmados Cuarteles Generales y llenan las radios de órdenes, insultos y amenazas para que se siga avanzando. El coste humano no importa un pimiento. Sólo cuenta el tiempo. Años de dedicación, cuidados y anhelos que son segados para ganar unos segundos, arañar unos minutos al reloj. Vidas humanas arrojadas a las calderas de un tren desbocado que llega con retraso a la siguiente estación. Un puñetero contrasentido.
En primera línea, nada de eso sirve para mover a los hombres a salir a la calle y arriegarse a que les peguen un tiro. Cuando la muerte acecha ahi afuera, los insultos y amenazas, tienen el mismo efecto que la suave llovizna que cae sobre un hombre empapado. No calan. Dejarse la vida en una cochina esquina de un cochino pueblo del que nadie se acordará días después no incentiva la tan cacareada heroicidad de las novelas y películas. No a escalas de decenas de hombres al mismo tiempo, al menos.
¿Qué es lo que hace que esos hombres paguen con sus vidas el poder detener el inexorable mecanismo que mueve las agujas de ese reloj demencial? El saber que su sacrificio, su posible sacrificio, servirá para algo. Que sus vidas tendrán un significado al fin y al cabo. Que podrán salvar quizás tres, treinta o trescientas vidas más de compañeros que se encuentran inermes en la playa. Que su existencia se prolongará en las vidas de aquellos hombres que conseguirán defender. Este es el prisma bajo el que hay que ver lo ocurrido en las calles de Coquigny. Ese es el prisma que ha primado en la campaña que esta a punto de finalizar y de la que he disfrutado muchisimo, enfocándola con la ayuda de todos los participantes en ella hacia estas pequeñas grandes cosas.
Los últimos estertores de la campaña....
El teniente, antes sargento, mucho antes tornero de segunda, Presi ha intentado todo para ver si podría batir algún edificio ocupado por los alemanes, pero le va a resultar imposible. Ojala el desdichado Lane pueda cubrirles, pero lo ve complicado. Tiembla como una hoja. Lógico. Se encuentra rodeado de cadáveres. La lluvia no consigue arrastrar la sangre sobre la que chapotea, mente, corazón y cuerpo encogido, y eso no ayuda mucho a elevar los ánimos. Presi se avergüenza de rogar para que entregue su vida y consiga de esta forma, salvar las suyas.
El teniente Presi va a intentar batir al enemigo ocupando un edificio donde la fachada que le tendría que servir de parapeto, ha volado por los aires y apenas si quedan unos cascotes tras los que refugiarse. Bonita forma de tentar a la suerte. Le acompañará el incombustible Fowler, dos veces herido, que ha encontrado el valor necesario (o la estupidez supina, depende de como se mire) y vuelve para recibir la última bala que deje el contador de su pelotón a cero.
Unos segundos después, tras esta acción encaminada a cubrir el retroceso de sus camaradas hacia sus posiciones, Presi y Fowler caerán en combate.