Había perdido una imagen de mi pasado. No la encontraba. Internet, no podía ayudarme. Nadie parecía haberla visto jamás, casi pensé que la había inventado. Cuando describía aquel cuadro que tanto me impresionó a los dieciséis nadie lo recordaba. Yo sí, me cautivó la primera vez que lo vi, me paraba siempre al entrar y al salir de aquel edificio imponente y silencioso e imaginaba cada vez una historia detrás de aquellos dos personajes que moraban en la Casa de la Cultura de Málaga, al entrar en un vestíbulo, creo que a la derecha antes de las escaleras. Yo iba allí huyendo del instituto y de mi casa. Ahora sé que huía de mí mismo, pero claro, ahora tengo cuarenta años. Me encerraba en aquellas salas y leía el Cossio, La Regenta, a Mishima y Los Miserables con idéntica ansia anárquica y desesperada con la que me embutía en aquel chaquetón militar y aquellos vaqueros desteñidos y rotos que tanto sacaban de quicio a mi familia. Fumaba Chester cortos que compraba en la puerta del Zaragozano cuando tenía dinero y que eran un lujo. Pensaba que apartarme de la gente me hacía interesante, supongo, pensaba que la vida era una mierda y que no había un lugar para mí en un mundo que no podía comprender, que se me hacía grande, hostil y al tiempo me llamaba y me asombraba cuando dejaba de compadecerme. Quería ir al sur, ir al norte, quería dar la vuelta al mundo y no quería salir de casa. Qué raro debía parecer a todo el mundo en aquellos días. Menos mal que llegaron las mujeres y me abrieron los ojos, me quitaron la mierda de las orejas para hacerme sufrir de una manera mucho más dolorosa pero con momentos de dos rombos que compensaban de sobra las rupturas, las solterías recuperadas y los batacazos de la impericia sexual. Luego llegaron los viajes, mi CERTEZA, la cara de la muerte y el dolor ajeno que te araña, te limpia y te eleva para verlo todo distinto y yo seguía sin encontrar aquella imagen del pasado que había perdido y que ni siquiera Internet podía devolverme. Tal vez no la busqué con suficiente ahínco, tal vez aún no estaba preparado para asumir que un día tuve acné, sufría innecesariamente y vestía como un payaso, una época en la que pese a que hubo quien me acusó de perder el tiempo, aprendí cosas que aún recuerdo, como qué es un colorao ojo de perdiz, que Oviedo es una ciudad de puta madre para pasearla por la noche, que el seppuku no es algo tan lejano en el tiempo y que quiero aprender francés para leer a Hugo en su idioma. Un día de estos empiezo, monsieur.
Había perdido una imagen de mi pasado, no la encontraba... hasta esta noche.
Se llama ¡Y tenía corazón!. Es de Enrique Simonet y Lombardo (1863-1927)

One lovely morning about the end of april 1913, found me very pleased with life in general...