Diez años de la muerte de sir Alfred Hoyle
Publicado: 26 Nov 2011, 15:29
Diez años de la muerte de sir Alfred Hoyle
19 NOV 2011 | Fernando Paz
Creador de teorías cósmicas que trataban de explicar el universo, sus interpretaciones sobre el origen de la vida y del cosmos gozaron de un amplio predicamento entre la comunidad científica de su tiempo. Hoyle participó intensamente en el debate del siglo XX acerca de Dios y del universo. Y lo hizo en los dos lados.
A mediados del siglo XX, Alfred Hoyle era uno de los científicos con mayor reputación del mundo. Partiendo de una concepción materialista de la existencia, Hoyle elaboró una explicación alternativa a la teoría de la Gran Explosión que entonces comenzaba a abrirse paso. Propuesta por el sacerdote católico y físico belga Georges Lemaître, dicha teoría encontraba muchas resistencias entre los científicos, que desconfiaban de tal modelo de creación del universo por considerarlo un eco del relato bíblico de la creación.
Hoyle brindó durante cierto tiempo -una década y media- la solución al reto planteado: la teoría del estado estacionario, de acuerdo a la cual el universo era básicamente estático. De ese modo, no era necesario ningún creador, que es lo que se pretendía. La consecuencia fue que los científicos marxistas y más militantemente ateos sostuvieron entusiásticamente a Hoyle mientras fue posible.
Una pieza de caza mayor
Cuando en 1964 se descubrió la radiación de fondo del universo y se sumó a la comprobación del corrimiento al rojo del espectro de la luz recibida de las galaxias, la hipótesis de Hoyle acerca del universo estacionario se vino claramente abajo. Entonces Hoyle, quien había bautizado sarcásticamente el origen del universo propuesto por Lemaître como Big Bang, modificó sus puntos de vista en un orden de cosas más decisivo: en la larga etapa final de su vida desarrolló la idea de que era probabilísticamente imposible que la vida hubiera surgido espontáneamente por una combinación azarosa de los elementos que la componen.
En su Mathematics of Evolution (1999) sostiene que el avance de la ciencia, lejos de resolver los problemas planteados, suscita otros más complejos que resultan, a la postre, imposibles de comprender sin una inteligencia creadora y ordenadora del universo. Aplicadas al problema de la evolución, las matemáticas demuestran más allá de toda duda, según Hoyle, que es imposible la evolución por azar. La informática, con su capacidad de manejar un gran volumen de datos, revela no solamente que el azar no existe, sino que la observación del azar a gran escala muestra regularidades. Así, el azar no sería más que el nombre que damos a procesos que desconocemos.
En consecuencia, Hoyle hace un llamamiento a la ciencia biológica para que encuentre con rapidez un paradigma explicativo para la evolución si no quiere caer en un ridículo aniquilador. El evolucionista ateo admite, de ese modo, la incapacidad de la ciencia actual para explicar determinados procesos sin recurrir a una inteligencia cósmica; por el contrario, la complejidad creciente del conocimiento, lejos de resolver esta cuestión a favor de una interpretación materialista, lo hace en sentido contrario.
En este mismo sentido abunda el biólogo neodarwinista Francisco Ayala, quien defiende la compatibilidad entre catolicismo y evolucionismo, aunque desecha el creacionismo. Ayala defiende que “a medida que la ciencia avanza, surgen más preguntas. Si el mundo fuera una isla de conocimiento, se vería cómo las orillas cada vez son más extensas, del mismo modo que cada vez hay más preguntas, y afianza también la posición de la religión”.
La posición de Alfred Hoyle no es en modo único singular. Otros científicos han recorrido un camino semejante, aunque se hayan resistido a admitir la derrota hasta última hora. Robert Jastrow, célebre astrónomo norteamericano, lo resumió en 1984 de este modo: “Para el científico que ha vivido de su fe en el poder de la razón, la historia termina como una pesadilla. Ha trepado por las montañas de la ignorancia, está a punto de conquistar el punto más alto, y conforme se encarama sobre la última roca, le da la bienvenida un grupo de teólogos que lleva ahí sentado desde hace siglos”.
Algo así le debió de suceder a Antony Flew, filósofo inglés de la religión. Fanático defensor del ateísmo durante décadas, Flew fue definido como “el ateo más influyente del mundo”. Se trata sin duda de una pieza de caza mayor. Algunos de los más destacados y beligerantes ateos de comienzos de este siglo arrancan su inspiración de las prédicas de Flew, como es el caso del entomólogo publicista Richard Dawkins.
Cómico esfuerzo
Y es que tras toda una vida dedicada a la propagación de la idea de que Dios no existe, Flew se descolgó en 2004 anunciando que “ahora me he dado cuenta de que me he engañado a mí mismo” para proseguir: “Una deidad o superinteligencia es la única explicación aceptable para el origen de la vida y la complejidad de la naturaleza”. Los descubrimientos más recientes en los campos de la cosmología y la física, así como los hallazgos en la investigación del ADN, se configuran como poderosas razones para sostener la existencia de un diseño en la creación, en opinión de Flew.
Se trata, en el fondo, del mismo argumento que empleó Hoyle en El universo inteligente cuando afirmó que “a medida que los bioquímicos profundizan en sus descubrimientos acerca de la tremenda complejidad de la vida, resulta evidente que las posibilidades de un origen accidental son tan pequeñas que deben descartarse por completo. La vida no puede haberse producido por casualidad”.
Y aunque Antony Flew -muerto hace ahora año y medio- nunca se convirtió al cristianismo, no tuvo problemas en reconocer que “incluso el relato bíblico podría ser exacto desde el punto de vista científico”. Su última obra publicada llevaba el revelador título de Hay un Dios: cómo el ateo más importante del mundo cambió de opinión.
En su libro, Flew justificó su evolución: “Cada año que pasa (...) me parece menos posible que una sopa química pueda generar por arte de magia el código genético. Se me hizo palpable que la diferencia entre la vida y la no-vida era ontológica y no química”.
Pero no se olvidó de su antiguo admirador Richard Dawkins, devenido en airado recriminador: “La mejor confirmación de este abismo radical es el cómico esfuerzo de Richard Dawkins para aducir en El espejismo de Dios que el origen de la vida puede atribuirse a un ‘azar afortunado’. Si este es el mejor argumento que se tiene, entonces el asunto está zanjado”.
LOS SIMIOS DE EDDINGTON: A fines de los años veinte del siglo pasado, el físico Arthur Eddington hizo célebre la idea de que si una horda de monos teclease de forma aleatoria en una máquina de escribir durante el suficiente tiempo, sería capaz de producir todas las obras del Museo Británico. La idea subyacente es que, dadas una determinadas premisas, el mero azar sumado al tiempo a escala cósmica puede dar lugar a la vida. De este modo lo han recogido Dawkins o Manad, quien explicaba la improbabilidad de la vida arguyendo "sencillamente, nuestro número salió en la ruleta de Montecarlo". El objetivo es dejar de lado al Creador, aunque esto exija aceptar una alta improbabilidad que, en otro caso, se desecharía. Pero el desarrollo de la probabilística debido a la informática ha desmentido de modo sonrojante a la legión de afanosos simios de Eddington. Michael Starbird, de la Universidad de Texas, ha establecido que si dispusiéramos de mil millones de monos presionando las teclas sin descanso, una vez por segundo, desde el comienzo del universo hasta hoy, la posibilidad de que escribieran tan solo "to be or notto be" sería apenas de una entre mil millones. Si la evolución es ciega, si no se acepta teleología alguna, si no hay propósito en la creación, entonces la posibilidad de que se haya producido la vida es muy inferior a la que disponen los monos. El azar, por tanto, no desempeñaría papel alguno. Como curiosidad, en 2003 se efectuó un experimento en Reino Unido: se dejó un teclado de ordenador en la jaula de cinco macacos. El resultado fue que los monos escribieron cinco páginas en las que solo figuraba la letra "S"; después la emprendieron con una piedra contra el teclado, y más tarde defecaron sobre él. Quizá era el fin adecuado a la idea para la que fue concebido el experimento.
19 NOV 2011 | Fernando Paz
Creador de teorías cósmicas que trataban de explicar el universo, sus interpretaciones sobre el origen de la vida y del cosmos gozaron de un amplio predicamento entre la comunidad científica de su tiempo. Hoyle participó intensamente en el debate del siglo XX acerca de Dios y del universo. Y lo hizo en los dos lados.
A mediados del siglo XX, Alfred Hoyle era uno de los científicos con mayor reputación del mundo. Partiendo de una concepción materialista de la existencia, Hoyle elaboró una explicación alternativa a la teoría de la Gran Explosión que entonces comenzaba a abrirse paso. Propuesta por el sacerdote católico y físico belga Georges Lemaître, dicha teoría encontraba muchas resistencias entre los científicos, que desconfiaban de tal modelo de creación del universo por considerarlo un eco del relato bíblico de la creación.
Hoyle brindó durante cierto tiempo -una década y media- la solución al reto planteado: la teoría del estado estacionario, de acuerdo a la cual el universo era básicamente estático. De ese modo, no era necesario ningún creador, que es lo que se pretendía. La consecuencia fue que los científicos marxistas y más militantemente ateos sostuvieron entusiásticamente a Hoyle mientras fue posible.
Una pieza de caza mayor
Cuando en 1964 se descubrió la radiación de fondo del universo y se sumó a la comprobación del corrimiento al rojo del espectro de la luz recibida de las galaxias, la hipótesis de Hoyle acerca del universo estacionario se vino claramente abajo. Entonces Hoyle, quien había bautizado sarcásticamente el origen del universo propuesto por Lemaître como Big Bang, modificó sus puntos de vista en un orden de cosas más decisivo: en la larga etapa final de su vida desarrolló la idea de que era probabilísticamente imposible que la vida hubiera surgido espontáneamente por una combinación azarosa de los elementos que la componen.
En su Mathematics of Evolution (1999) sostiene que el avance de la ciencia, lejos de resolver los problemas planteados, suscita otros más complejos que resultan, a la postre, imposibles de comprender sin una inteligencia creadora y ordenadora del universo. Aplicadas al problema de la evolución, las matemáticas demuestran más allá de toda duda, según Hoyle, que es imposible la evolución por azar. La informática, con su capacidad de manejar un gran volumen de datos, revela no solamente que el azar no existe, sino que la observación del azar a gran escala muestra regularidades. Así, el azar no sería más que el nombre que damos a procesos que desconocemos.
En consecuencia, Hoyle hace un llamamiento a la ciencia biológica para que encuentre con rapidez un paradigma explicativo para la evolución si no quiere caer en un ridículo aniquilador. El evolucionista ateo admite, de ese modo, la incapacidad de la ciencia actual para explicar determinados procesos sin recurrir a una inteligencia cósmica; por el contrario, la complejidad creciente del conocimiento, lejos de resolver esta cuestión a favor de una interpretación materialista, lo hace en sentido contrario.
En este mismo sentido abunda el biólogo neodarwinista Francisco Ayala, quien defiende la compatibilidad entre catolicismo y evolucionismo, aunque desecha el creacionismo. Ayala defiende que “a medida que la ciencia avanza, surgen más preguntas. Si el mundo fuera una isla de conocimiento, se vería cómo las orillas cada vez son más extensas, del mismo modo que cada vez hay más preguntas, y afianza también la posición de la religión”.
La posición de Alfred Hoyle no es en modo único singular. Otros científicos han recorrido un camino semejante, aunque se hayan resistido a admitir la derrota hasta última hora. Robert Jastrow, célebre astrónomo norteamericano, lo resumió en 1984 de este modo: “Para el científico que ha vivido de su fe en el poder de la razón, la historia termina como una pesadilla. Ha trepado por las montañas de la ignorancia, está a punto de conquistar el punto más alto, y conforme se encarama sobre la última roca, le da la bienvenida un grupo de teólogos que lleva ahí sentado desde hace siglos”.
Algo así le debió de suceder a Antony Flew, filósofo inglés de la religión. Fanático defensor del ateísmo durante décadas, Flew fue definido como “el ateo más influyente del mundo”. Se trata sin duda de una pieza de caza mayor. Algunos de los más destacados y beligerantes ateos de comienzos de este siglo arrancan su inspiración de las prédicas de Flew, como es el caso del entomólogo publicista Richard Dawkins.
Cómico esfuerzo
Y es que tras toda una vida dedicada a la propagación de la idea de que Dios no existe, Flew se descolgó en 2004 anunciando que “ahora me he dado cuenta de que me he engañado a mí mismo” para proseguir: “Una deidad o superinteligencia es la única explicación aceptable para el origen de la vida y la complejidad de la naturaleza”. Los descubrimientos más recientes en los campos de la cosmología y la física, así como los hallazgos en la investigación del ADN, se configuran como poderosas razones para sostener la existencia de un diseño en la creación, en opinión de Flew.
Se trata, en el fondo, del mismo argumento que empleó Hoyle en El universo inteligente cuando afirmó que “a medida que los bioquímicos profundizan en sus descubrimientos acerca de la tremenda complejidad de la vida, resulta evidente que las posibilidades de un origen accidental son tan pequeñas que deben descartarse por completo. La vida no puede haberse producido por casualidad”.
Y aunque Antony Flew -muerto hace ahora año y medio- nunca se convirtió al cristianismo, no tuvo problemas en reconocer que “incluso el relato bíblico podría ser exacto desde el punto de vista científico”. Su última obra publicada llevaba el revelador título de Hay un Dios: cómo el ateo más importante del mundo cambió de opinión.
En su libro, Flew justificó su evolución: “Cada año que pasa (...) me parece menos posible que una sopa química pueda generar por arte de magia el código genético. Se me hizo palpable que la diferencia entre la vida y la no-vida era ontológica y no química”.
Pero no se olvidó de su antiguo admirador Richard Dawkins, devenido en airado recriminador: “La mejor confirmación de este abismo radical es el cómico esfuerzo de Richard Dawkins para aducir en El espejismo de Dios que el origen de la vida puede atribuirse a un ‘azar afortunado’. Si este es el mejor argumento que se tiene, entonces el asunto está zanjado”.
LOS SIMIOS DE EDDINGTON: A fines de los años veinte del siglo pasado, el físico Arthur Eddington hizo célebre la idea de que si una horda de monos teclease de forma aleatoria en una máquina de escribir durante el suficiente tiempo, sería capaz de producir todas las obras del Museo Británico. La idea subyacente es que, dadas una determinadas premisas, el mero azar sumado al tiempo a escala cósmica puede dar lugar a la vida. De este modo lo han recogido Dawkins o Manad, quien explicaba la improbabilidad de la vida arguyendo "sencillamente, nuestro número salió en la ruleta de Montecarlo". El objetivo es dejar de lado al Creador, aunque esto exija aceptar una alta improbabilidad que, en otro caso, se desecharía. Pero el desarrollo de la probabilística debido a la informática ha desmentido de modo sonrojante a la legión de afanosos simios de Eddington. Michael Starbird, de la Universidad de Texas, ha establecido que si dispusiéramos de mil millones de monos presionando las teclas sin descanso, una vez por segundo, desde el comienzo del universo hasta hoy, la posibilidad de que escribieran tan solo "to be or notto be" sería apenas de una entre mil millones. Si la evolución es ciega, si no se acepta teleología alguna, si no hay propósito en la creación, entonces la posibilidad de que se haya producido la vida es muy inferior a la que disponen los monos. El azar, por tanto, no desempeñaría papel alguno. Como curiosidad, en 2003 se efectuó un experimento en Reino Unido: se dejó un teclado de ordenador en la jaula de cinco macacos. El resultado fue que los monos escribieron cinco páginas en las que solo figuraba la letra "S"; después la emprendieron con una piedra contra el teclado, y más tarde defecaron sobre él. Quizá era el fin adecuado a la idea para la que fue concebido el experimento.