Presumía ante sus amistades de que él burlaba el azar y dirigía su destino en todas y cada una de las facetas de su vida. Y cuando sus legiones llegaron a su destino sabía que esta ocasión no sería ninguna excepción. En los días posteriores y acompañado por sus generales, había recorrido cada palmo de
Campania, estudiando concienzudamente su orografía para decidir finalmente que la batalla se libraría en un sector libre de cuantos elementos podían obstaculizar la acción de un ejército como el que comandaba. Ni valles, ni ríos, ni colinas, ni montañas, ni bosques… absolutamente nada, únicamente un gran llano de matorral bajo se extendía varios quilómetros a la redonda conformando un terreno absolutamente árido el cual daba paso a una de las visiones más majestuosas que los ojos del
Cónsul habían tenido ocasión de divisar: la batalla se libraría en la planicie que circunda al
Vesubio, cerca de
Parténope.
A buen seguro que los historiadores adornarían las crónicas con toda clase de epítetos laudatorios dedicados al
Cónsul de lo que se preveía como una de las grandes victorias de la
República sino fuera porque, en lo que casi podría ser tomado como una burla de los mismos dioses, un ataque de gota mantuvo postrado a
Cayo Mario en su litera de campaña. Durante varios días todo tipo de médicos, sanadores y demás gente extraña pasó por delante de un encolerizado general aplicándole todo tipo de remedios, pócimas, ungüentos y rituales. Pero nada ni nadie puedo mejorar la dolencia del anciano general quien finalmente asumió que no podría comandar a sus legiones. Fue
Lucio Calpurnio Piso el elegido para la gloria. Con su nombramiento,
Cayo Mario buscaba congraciarse con una de las familias más prominentes de
Mediolanum. Sin duda alguna, el apoyo que los numerosos dineros acumulados por el
paterfamilias de los
Piso serían de gran utilidad en los planes que el
Cónsul ya había trazado para su gloria personal y de la
República.
Y de esta rocambolesca forma,
Lucio Calpurnio Piso siguió al pié de la letra las concisas instrucciones que
Cayo Mario le había explicado –con todo lujo de detalles- durante la noche anterior. Llegó a la llanura y desplegó el grueso de sus legiones en orden de batalla y esperó. Las cartas estaban encima de la mesa y la invitación al combate que representaba la provocadora posición del ejército consular era algo que ningún general republicano –fuera o no rebelde- podría jamás rechazar y menos un inexperto legado como
Lucio Aelio Stilo, probablemente ya atemorizado. Pero el “hermano” de
Lucio Cecilio Metello mostró una serenidad digna de ser recordada, quizás una única chispa de genialidad ciertamente, pero brillante al fin y al cabo. Sabía ineludible el enfrentamiento y los dioses –o la pericia bélica de
Cayo Mario- habían decidido que ese sería el momento y el lugar, pero recordando alguna de las lecciones en táctica militar que un día tomara sirviendo a las órdenes de
Quinto Fabio Maximo en la lejana ya campaña de las
Galias. Así pues, el primogénito de los
Stilo dispuso algunas tropas de vigilancia en la vanguardia de su formación y optó por dejar cocer al sol durante largas horas al ejército enemigo: quizá aún pudiera volver a los elementos en contra del
Cónsul. Cuando el sol alcanzó su zenit, los legionarios empezaron a impacientarse; el calor que producían sus brillantes corazas, cascos y protecciones, estaba empezando a convertirse en un serio problema. Algunos de los soldados más débiles, exhaustos tras varios días de marchas, se desplomaron sobre el terreno y los centuriones tuvieron que esforzarse a fondo a fin de mantener las formaciones. Centenares de metros más atrás, en el cómodo regazo que brindaba la retaguardia,
Lucio Calpurnio Piso se consumía en un mar de preguntas: “
Cómo era posible que el enemigo no presentara batalla?”, “
Debía avanzar hasta las primeras posiciones rebeldes?”, “
Qué pensaría Cayo Mario de él?”. Sintió que a pesar de no haber esgrimido ninguna espada, aquel era el momento clave y sin dudarlo un instante, tomó su caballo, avanzó sin protección hasta las primeras filas y exigió a los porteadores de las enseñas y águilas de plata de cada legión que las levantaran tan alto como les fuera posible al tiempo que animaba a los soldados a resistir en honor “
a nuestro Cayo Mario, ausente en cuerpo pero presente, hombro con hombro, entre todos nosotros!”. Y en todos ellos pudo comprobar que la sola mención del cognomen de su general causó en la tropa tal impacto que las legiones olvidaron las horas de calor sufridas recuperando nuevos bríos para la acción. La estratagema de
Stilo había sido anulada.
En realidad la batalla no tuvo ninguna historia en particular. Simplemente mientras
Piso impartía precisas y efectivas órdenes siguiendo la táctica que
Cayo Mario había planificado,
Stilo encadenaba error tras error mientras veía horrorizado como sus legiones caían una tras otra. Nunca tuvo la más remota posibilidad; ni por pericia, ni por preparación de sus soldados, ni por planteamiento, los rebeldes en ningún momento intuyeron esperanza alguna de sobrevivir.
Lucio Calpurnio puso en práctica la
triplex acies con la variante que
Mario le había sugerido, esto es, constituyéndola por
cohortes en lugar de los acostumbrados
manípulos, formando un frente de tres líneas: 4
cohortes en la primera, 3 en la segunda y 3 en la tercera. La brillante mente del
Cónsul supo aumentar la dramática efectividad de esta disposición en el momento de entrar en batalla; así las
cohortes se colocaron separadas entre sí, de manera que, si las de la primera fila flaqueaban, podían retirarse a retaguardia por los huecos que dejaban los de la segunda y tercera línea. De esta forma, la primera línea de choque siempre se mantuvo fresca y sus fuerzas renovadas; en cambio, los legionarios enemigos sabían que sólo la muerte o las heridas que les causara el contrario podían hacer que fueran relevados y ello, casi siempre llevaba a combatir al extremo de sus fuerzas, en franca inferioridad.
Las legiones de
Mario y
Piso dieron buen uso a sus
pilum,
scutum y
galeas; frente a ellos se doblegaron sus enemigos como lo hacían las espigas de trigo en las calurosas tardes de verano, muchos de ellos a menudo sin llegar a blandir sus armas, entregando la pérdida de su juventud grabada en sus aterrorizadas miradas. Fue una tarde sin ninguna gloria para la
República, una tarde amarga y triste incluso para los vencedores. Tanto fue así que el propio
Cónsul, pese a sus dolores crecientes, quiso ser transportado hasta el lugar de los hechos y puesto sobre la tierra donde había sido derramada inútilmente tanta sangre romana para que sus pies desnudos se mojaran en ese infausto hedor. Los legados más cercanos pronto se encargarían de explicar cómo vieron brotar silenciosas lágrimas de los ojos de
Cayo Mario al tiempo en el que éste maldecía la suerte, salud y familia de
Lucio Cecilio Metello, el causante de aquel tamaño desastre.
Agosto, 649 AUC.