Pocos fueron los soldados que pudieron conciliar el sueño aquella noche. El culpable de aquella vigilia no fue ni el miedo, ni el frío, ni el hambre. Quien privó de su reposo a la
primera legión fue la impaciencia. Los hombres percibían en el ambiente una sensación electrizante, como pocas veces habían sentido y en la oscuridad, las espadas parecían reclamar su venganza. En el pasado, la primera legión había sido aquella que había gozado de los mejores
prohombres de
Roma y las glorias de la República eran siempre por y para aquella legión; eran los preferidos de todo buen general. Sin embargo, con el pasar de los años, sus gestas habían sido pocas y siempre superadas por otras cuya suerte o fortuna, o quizá el mero capricho de los dioses, les habrían favorecido. Y aunque no quedaba un solo soldado de aquellos tiempos, todos sabían que tenían una oportunidad –quizá la última?- para lograr una gloria demasiado esquivas para aquellas águilas que orgullosas volaban en sus estandartes. Quizá el único que consiguió conciliar el sueño fue
Servio Sulpicio Galba. Ciertamente fueron algunos los que se extrañaron al oír los sonoros ronquidos que salían de la tienda del
legado durante toda la noche y unos pocos se interrogaron con la mirada: “
¿Era éste el general que debía conducirlos a la victoria la mañana siguiente?. ¿Cómo podía dormir a pierna suelta en unos momentos tan decisivos?”.
Apenas tuvo tiempo la primera guardia bárbara en relevar a sus compañeros cuando un tremendo rayo cayó en mitad de la planicie. Algunos supervivientes confesarían, a la mañana siguiente, que en ese mismo instante supieron que aquello no fue solo un fenómeno de la naturaleza sino la manifestación del enfado de sus dioses. Ahí se dieron cuenta que la suerte de la batalla estaba echada en favor de la República. Ante sus atónitos ojos apareció la primera
cohorte, majestuosamente formada en una apretada línea, avanzando acompañada rítmicamente por el sonido producido por sus mismas armaduras. A su diestra,
Lucio Macrino Lúculo al frente de sus équites de
Scodea, la caballería ligera se preparaba para asestar el primer golpe y detrás de todos ellos, los sagittariorum de
Vocontia y
Liguria dirigidos por
Tiberio Sempronio Graco aguardaban el momento propício para disparar sus flechas incendiarias. Inmediatamente tras sus espaldas, la famosa formación manipular romana conformada por astatis, príncipes y triarios en triple línea. Con la misma precisión con la que cada mañana salía el sol, todo el conjunto fue avanzando, paso a paso, metro a metro hasta situarse en la cima de un pequeño promontorio situado en la parte frontal de lo que sería el campo de batalla. Y entonces fue cuando ocurrió.
Talorc Marganid ordenó la primera carga de los secuanos, sabedor que el desequilibrio en el número de los efectivos le favorecía en una proporción de 2 a 1. Aún en una posición clara de inferioridad, cuesta arriba y con el sol en su frente, las huestes bárbaras se lanzaron contra aquella primera línea romana, en apariencia débil y quebradiza. Eran hombres que superaban todos ellos la altura del romano más alto que uno pudiera hallar en aquel paraje y sus definidos músculos hacían pensar que no tendrían ningún problema en manejar con soltura las pesadas armas que blandían. Sus largas barbas y melenas hacían temer lo peor para aquellas tropas que habían llegado más allá de las murallas dolomíticas. Pero nada más lejos de la realidad. Cuando el grupo principal secuano tomó contacto con los primeros legionarios, éstos respondieron desplegando por el lateral de sus amplios
scutum aquellas lanzas cortas llamadas
pillum las cuales, durante años, habían sembrado el terror por todos los confines del imperio. De inmediato acallaron todo el griterío bárbaro convirtiendo, lo que en un principio parecía una desvalida línea de defensa en una colosal muralla infranqueable. Empezó a llover.
Servio Sulpicio Galba hizo la señal pactada y un peculiar sistema de transmisión de órdenes mediante trompetas y banderas con diferentes colores y símbolos se puso en marcha para ordenar a
Lucio Macrino Lúculo que iniciara la carga contra el cuerpo principal de los secuanos que aún se hallaba a medio camino entre su campamento y aquel maldito promontorio. Al mismo tiempo, la línea de la
primera cohorte reiniciaba su marcha y se adentraba cada vez más hacia el mismo objetivo.
Lucio Macrino advirtió que en esta ocasión no pillarían tan de improvisto a los bárbaros secuanos -quienes ya estaban preparándose para recibirlos-, e inteligentemente decidió sobrepasar a aquella masa de combatientes, perdiéndose tras sus espaldas no sin antes dar buena cuenta de algunos guerreros despistados que acabaron con sus cabezas separadas de sus cuerpos por la certera maestría de sus jinetes. Definitivamente se acercaba el momento en el que, tras algunas escaramuzas más, la primera legión de la República de
Roma debía ganar la batalla o dejar paso a la historia; en un gesto inusitado dentro de lo que la tradición militar romana mandaba,
Servio Sulpicio Galba, aquel que mereciera toda la confianza de
Cayo Mario, abandonó la protección que el puesto de mando le proporcionaba, para cabalgar hasta el extremo derecho de las
cohortes que seguían avanzando a través de aquella llanura en un rumbo de colisión contra una muralla de guerreros, pintarrajeados con los más extraños signos. Dejando atrás aquella frialdad con la que muchos le recordaron en el episodio del infortunado
Marco Emilio Cotta, empezó a recorrer toda la línea republicana, alentando y animando a todos sus soldados. Casi fuera de sí prometió una provechosa recompensa para aquel que le trajera –vivo o muerto- al cacique secuano; y poco antes que los dos formidables ejércitos chocaran, empezó a diluviar.
Algunas horas después el panorama era desolador. Las líneas de las
cohortes de los vélites y demás tropas auxiliares resistieron una y otra vez los embates de los bárbaros. Una y otra vez, los sécuanos golpearon sin descanso la sólida defensa republicana y finalmente esta cedió. El cansancio acumulado empezó a causar mella en los bravos romanos y estos se vieron sobrepasados por la superioridad numérica enemiga. A partir de ese momento parecieron desaparecer las tácticas militares, dando paso a un único afán: el de la supervivencia. Hombres luchando contra hombres empleando todos los recursos a su alcance, agonizando en medio de la nada y muriendo empuñando aún sus espadas. Con rapidez el campo de batalla se convirtió en una masa de barro, sangre y vísceras donde aquellos valientes entregaron sus vidas en el altar de la República. Caían por centenares y aún en esa consciencia, nadie dio un solo paso atrás, nadie titubeó, nadie intentó huir. Y fue en ese mismo momento, cuando incluso el legado
Servio Sulpicio Galba había prescindido de sus cuerpos de guardia ordenándoles sumarse a la carnicería, cuando las doradas águilas del Senado y el Pueblo de Roma aparecieron, majestuosas, detrás de las líneas enemigas. Los estandartes SPQR eran alzados por las primeras unidades de la caballería
Lucio Macrino Lúculo, la cual había permanecido en la retaguardia enemiga, convenientemente guarecida del desgaste del combate. Junto a ellos, miles de guerreros procedentes de otros pueblos bárbaros, enemigos de los sécuanos, que veían en esa la oportunidad de liberarse del sanguinario yugo de
Marganid.
Cinco horas más tarde, cuando caía de nuevo la noche sobre tierras extrañas, el
praefecti castrorum Cneo Rufo Papirio oyó con claridad el grito de
Servio Sulpicio Galba. Toda su vida recordaría como esas dos palabras le llenaron de orgullo por la victoria conseguida, de honor por la seguridad de su querida República y de tremenda tristeza por los compañeros muertos. Un “
Roma, vinci!” que quedaría grabado a sangre y fuego en el espíritu de aquellos que sobrevivieron a aquella gran tragedia.
Y cuando las primeras montañas de cadáveres se disponían para su quema en enormes piras funerarias, romanos y sécuanos eran rematados por una misma espada.
Octubre, 648 AUC.