AAR Roma, Vae Victis: Civis Romanus Sum

Para poder leer y disfrutar de todos esos AARs magníficos que hacen los foreros.

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Yurtoman
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Re: AAR Roma, Vae Victis: Civis Romanus Sum

Mensaje por Yurtoman »

Buffff.

Que ganas de que salga ya el VV!!!!

Impresionante. :palomitas:

Este AAr se hubiera llevado unos cuantos votos en el último concurso. :Ok:

Saludos. Yurtoman.
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Silas
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Re: AAR Roma, Vae Victis: Civis Romanus Sum

Mensaje por Silas »

Yurtoman escribió:Buffff.

Que ganas de que salga ya el VV!!!!

Impresionante. :palomitas:

Este AAr se hubiera llevado unos cuantos votos en el último concurso. :Ok:

Saludos. Yurtoman.
Por lo menos el mío :x
Bueno, algunos capítulos más a ver si me pongo al día. Si posteo demasiado deprisa que alguien me avise :army:
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Erwin
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Re: AAR Roma, Vae Victis: Civis Romanus Sum

Mensaje por Erwin »

A tu aire, Silas.

Tú dale al tema que nosotros lo vemos.

Estupendo AAR. :palomitas:

Saludos
Silas
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Capt. VI: La humillación de Yugurta

Mensaje por Silas »

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Muchos eran los enemigos a los que la República debía hacer frente. Reyezuelos y caciques, dictadores y jefes de tribus cuyos egos era tan altos como el coloso de Rhodas. Se servían de sus pueblos como meros instrumentos para alcanzar las más altas cotas de perversión, sin ningún tipo de límite ni mesura. Los romanos habían aprendido con rapidez que en ocasiones debían permitir y hasta consentir positivamente su existencia; un mal menor que aportaba algún tipo de beneficio ya fuera económico o político.

La mayor parte de las veces se trataba de apoyar a pequeños o grandes reinos para que estos guerrearan contra los más peligrosos enemigos y de esta forma, el desgaste de la guerra corría a cuenta de terceros mientras Roma no dejaba de crecer, de engrandecerse, de hacerse más y más fuerte. Cuando las circunstancias lo aconsejaban y la ocasión resultaba propicia, llegaba el momento de cambiar de aliados. Pero otras veces, el insulto, la afrenta, o la humillación infringida era un precio demasiado elevado para el honor senatorial y, entonces, se aplicaba la diplomacia; la diplomacia que impartía el acero de sus legiones.

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El caso de Yugurta no era más que la repetición de una conocida historia. A la muerte de Micipsa, el reino númida quedó dividido entre sus dos hijos, Aderbal y Hiempsal y su sobrino Yugurta. Con la rapidez propia de un vulgar asesino, éste último mató a Aderbal y derrotó a Hiempsal aunque éste consiguió huir hasta Roma para reclamar su auxilio. Los enviados romanos llegaron a la conclusión que la mejor solución para todos era la de dividir el reino en dos mitades; el este para Aderbal y el oeste para el referido Yugurta. Pero nada era suficiente para saciar la voracidad de quien buscaba el poder absoluto y así fue como, tras la caída de Cirta, la capital de Aderbal, el mensaje enviado a Roma resultó evidente. Incluso más grave que esta afrenta resultó el asesinato de un buen número de comerciantes itálicos que allí se habían asentado. En el senado romano, los gritos de indignación se entremezclaron con las peticiones de guerra inmediata contra el sanguinario Yugurta. Más aún cuando unos días después llegó a Roma uno de los últimos supervivientes de aquella masacre, liberado por orden de Yugurta con el encargo de transportar un misterioso baúl el cual solo podía ser abierto por el Cónsul ante los ojos de los senadores. Cuando de su interior fueron extraídas las cabezas de cinco de los más ilustres prohombres de la ciudad, faltándoles los ojos de todos ellos, muchos de los presentes rompieron sus vestiduras en señal de humillación y los sacerdotes tuvieron que realizar ofrendas por todos los templos de la ciudad a fin de contener la ira de los dioses por el mancillamienton de los espacios sagrados que acababa de producirse. A tal extremo fue la dedicación religiosa que, para el resto de ciudadanos, fue casi imposible adquirir carne de gallina, buey, oveja o cabra en los mercados capitalinos.

En una corta campaña enviada por el Cónsul Lucio Calpurnio Bestia, Yugurta firmó nuevamente una cómoda paz. Las malas lenguas se alzaron para señalar con el dedo acusador de la sospecha a muchos de los cognómenes que habían participado y aprobado las negociaciones. La palabra más repetida fue la de soborno y humillación a la República. Por ese motivo, Cayo Memmio, como tribuno de la plebe, propuso una investigación solicitando la declaración en persona del propio Yugurta en el senado. Y aunque el ya tirano Yugurta viajó hasta la capital del imperio, nunca llegó a declarar gracias a los esfuerzos de Cayo Bebio, otro de los tribunos, quien, en justo pago a sus servicios, vio como su riqueza aumentaba escandalosamente. Así fue como el valeroso Cayo Mario quiso poner fin a la humillación que sobre la República y las gentes de honor se venía infligiendo durante años. Ya no era cuestión de si el senado debía permitir que un reyezuelo del otro lado del Mare Nostrum se mofara de Roma, sino de castigar adecuadamente al instigador y a los que, aún siendo ciudadanos romanos, mancillaban día sí, día también aquello por lo que habían luchado tantos buenos hombres.

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Nada tuvo de extraño que los ojos de Cayo Mario se humedecieran de emoción cuando, aún asediando Tapsus, recibió un mensaje remitido desde Cartago en el que se le informaba que asomaban por el horizonte las velas del Prefecto Naval, Lucio Cornelio Cinna, transportando a la undécima legión comandada por su buen amigo Cayo Porcio Catón, y que, en consecuencia, llegarían justo a tiempo para darle una agradable sorpresa a Yugurta. Éste había aguardado que Cayo Mario se internara en el desierto númida para lanzar su ataque contra la vieja Cartago pero, sin duda, no esperaba que la maniobra romana echaría al profundo pozo del fracaso sus ansias de venganza. Y como habían previsto Cayo Mario y Cayo Porcio, el cobarde Yugurta se contentó con reducir a cenizas algunos pequeños poblados en las cercanías de Cartago, retirándose nuevamente al interior de sus tierras en Hippo Regius. ¿Quién podría desaprovechar la ocasión que se abría ante uno de los más brillantes estrategas de la República?. Efectivamente, las fuerzas de Mario cambiaron de destino y Teveste cayó a los pocos días y tras la victoria de la tercera legión ‘Flaminis –está vez respetando vidas y bienes de sus ciudadanos-, Cayo Mario hizo clavar en todas las puertas de sus murallas la siguiente nota: “De las cabezas sin ojos, de la traición al soborno, no habrá descanso para ti, Yugurta”.

Junio, 647 AUC.
Silas
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Capt. VII: Primus inter pares

Mensaje por Silas »

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Todo pareció empezar una fría mañana, cerca de las nonas de octubre. Marco Emilio Escauro tomó la palabra en el Senado para que se ordenara al Cónsul invadir la Galia y someter la totalidad de helvécios, sécuanos, arvernios y eduos. Y en justa recompensa, el mismo líder de la facción religiosa se mostraba igualmente a favor de conceder, al margen de los honores, popularidad y gloria que la República sabría otorgar, la suma de 300 denarios en pago por sus servicios privados. Sin duda se trataba de uno de los desafíos más comprometidos de los que la Cámara había tenido oportunidad de discutir en su larga historia. Pero a partir de aquí sólo las argucias políticas pudieron explicar todo lo que ocurrió. Marco Emilio Lépido, Póntifex Maximus y fiel seguidor de Cayo Mario, se levantó con porte sereno y lanzó un colérico ataque contra Marco Emilio Escauro recordándole que hacía sólo unos pocos meses, el cabecilla de la facción religiosa había alzado su voto contrario en un asunto de Asia Menor bajo la excusa de que, mientras no se ganara la guerra contra Yugurta, otras guerras únicamente contribuirían a la debilidad de Roma. Y ese voto, si hubiera decidido la voluntad de la Cámara, hubiera impedido que las legiones romanas apoyaran al aliado rey del Ponto contra uno de sus enemigos lo que hubiera granjeado al pueblo romano no un enemigo, sino dos: “Afortunadamente, sus pueriles argumentos no sedujeron más que a los ignorantes y a los necios y el Senado y el pueblo de Roma zanjó el asunto con una cómoda victoria”, espetó el anciano Lépido.

No acabaron en este punto las sorpresas de aquella sesión. Cuando todos los presentes pensaban que la moción sería rechazada por inadecuada mientras Cayo Mario al frente de sus legiones daba buena cuenta del imperio númida, Cneo Octavio, nombrado aquel mismo año Censor por el propio Mario solicitó poder hablar. Poco a poco fue desarrollando, con sobriedad pero con brillantez declamatoria el punto básico de su discurso y con la misma lentitud las caras de unos y otros senadores iban coincidiendo en mostrar su sorpresa. Era uno de esos momentos en los que la forma más romana de agradecer la ayuda recibida por un igual era recompensando con una pública puñalada por la espalda. Quien no era más que un presuntuoso servidor público caído en desgracia hasta que apareció el gesto amigable de Cayo Mario y lo elevó hasta uno de los más altos cargos de la República.

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Y ahí estaba Cneo Octavio –con el sonoro apoyo de Lucio Aelio Estilo, pretor de la República-, en “justa” correspondencia, públicamente repudiaba la amistad y favores recibidos de éste y se mostraba partidario de la iniciativa de Marco Emilio Escauro. Unos aplaudían enfervorecidos al ver como se sellaba uno de los actos más deleznables de la historia reciente de la política republicana, los otros proferían todo tipo de insultos y descalificaciones que harían enrojecer a la más pública de las mujerzuelas que vendían sus demacrados cuerpos en el Subura. Los primeros animaban al orador a proseguir con la farsa, los segundos intentaban abalanzarse sobre aquel individuo para tomar justa venganza del deshonor que se estaba cometiendo. Y la sesión quedó suspendida.

Sería a la mañana siguiente cuando la votación concluiría con la aprobación de la "moción Escauro". Al recibirla, unos días más tarde, Cayo Mario no pudo evitar un sentimiento profundo de soledad. No tanto por el comportamiento de Cneo Octavio ni por el resultado de la votación; todo ello se daba ya por descontado. Octavio había realizado los cálculos oportunos y teniendo en cuenta que el mos maiorum no permitía que Cayo Mario pudiera repetir al frente del Consulado en los diez años siguientes, se postulaba de esta llamativa forma como el candidato ideal para ocupar el vacío que Cayo iba a dejar. No, lo que en verdad causaba desazón al bravo militar republicano era el convencimiento de que ya nada sería igual. La seguridad de que quien, con casi total certeza, le substituiría como primer hombre de Roma iba a por él. Porque en realidad, tanto la nueva misión ordenada por el Senado como los premios con los que se gratificaba su cumplimiento no estaban pensados para satisfacer el ego y las arcas del zorro de Arpinium sino que habían sido concebidas por y para Marco Emilio Escauro. A las alturas del calendario en el que se encontraban era imposible que ni siquiera se iniciaran los preparativos oportunos antes de que el mandato de Cayo Mario finalizara y llegado el momento propicio, con las arcas inundadas de riquezas y la suficiente popularidad, la venganza de Marco Emilio sería algo más que un simple deseo.

Octubre, 647 AUC.
Silas
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Capt. VIII: Si vis pacem, para bellum

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Había pasado meses enteros ultimando los preparativos. Las noticias que los informadores enviaban no eran nada optimistas. Yugurta había aprendido la lección y no se dejaría sorprender una segunda vez. En lugar de lanzarse a un temerario ataque, había acumulado más y más tropas esperando la situación idónea para asestar un golpe definitivo a Roma. Pero Cayo Mario sumaba a sus habilidades militares un sentido de la organización y la planificación que explicaban porqué la República había mejorado substancialmente durante su mandato.

Nuevas levas fueron realizadas en las provincias cercanas a Roma, se reclutaron miles de soldados y, finalmente, transportados a África. También se echó mano de los recursos bélicos que se habían acumulado en Asia menor. Cayo Sempronio Tuditano, general de la 3ª legión destacada en Lídia no tuvo ningún problema en dejar ir a sus excelentemente preparados 9.000 vélites. Así, a principios de junio, la República romana mostraba su potencial sobre las calientes arenas de númida. Y mientras unos generales se esforzaban por mantener ocupadas a las tropas de Yugurta con una serie de incesantes movimientos, los legados Cneo Domicio Aenobarbo y Gabio Porcio Catón, apostando todo su futuro al cumplimiento de la misión encomendada, empezaron a avanzar, al frente de un ejército que día a día iba creciendo en número y potencia-, hacia el oeste desde Leptis Magna. Mientras tanto, en Cartago aguardaban la vigésimo primera de Cayo Licinio Getha, la trigésimo primera de Lucio Valerio Flacco y la sexta de Cayo Mario. A su frente, tierra adentro, Gayo Atilio Serrano al frente de la decimosexta, Quinto Fabio Máximo encabezando a la segunda legión y Publio Cornelio Escipión quien, haciendo gala de los honores, tradiciones y fama que acompaña a su cognomen, obtuvo el privilegio concedido por el propio Cayo Mario de dejar el grupo principal para liderar la caída de Tritonis con sus valientes de la decimotercera legión republicana.

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Y sin embargo, Cayo Mario sacó fuerzas para lanzar su primera campaña en las Galias. Para ello confió la suerte de la empresa a los legados que un año antes le habían merecido la suficiente confianza como para adjudicarles la dirección de sus ejércitos más importantes, aquellos que durante toda la historia romana fueron los encargados primero de extender sus dominios y luego de proteger la amada Roma de cuantos bárbaros quisieran aniquilarla. Así, Gayo Fulvio Flacco (décima legión), Servio Sulpicio Galba (primera legión), Quinto Lutacio Cátulo (decimocuarta legión) y Quinto Fabio Maximo –sin parentesco conocido con el tocayo africano- (cuarta legión), fueron convenientemente equipados para conquistar a aquellas gentes que se repartían, sin civilización ni cultura, a lo largo de las extrañas tierras galas.

Durante algunos días consideró a quien debería compartir sus miedos y confidencias en el norte del imperio. Era algo delicado pero él como el primer hombre de Roma sabía de la necesidad de que un general sobre el terreno estuviera al corriente de todos y cada uno de los peligros que les acechaban. Conocía sobradamente a todos sus legados y sabía exactamente cuáles eran sus virtudes y flaquezas y, más importante aún, qué podía esperar de cada uno de ellos. En el ejército republicano no cabía la amistad si ésta podía condicionar la toma de la mejor decisión pero, durante esos días de reflexión, Cayo Mario pudo recordar anécdotas y experiencias vividas años atrás cuando todos ellos no eran más que simples auxiliares de otros grandes generales romanos. Finalmente se decidió por confiar en Servio Sulpicio Galba. Habían coincidido durante su servicio en Hispania y desde entonces se había establecido entre ambos hombres una corriente de confianza; a pesar que el destino siempre se empeñaba en distanciarlos, bastaba un buen reencuentro en cualquier rincón de Roma para que ambos dejaran atrás los formalismos y retomaran el hilo de su amistad.

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La carta fue bastante amable y sincera. Tras comentar algunos aspectos militares de la guerra contra Yugurta y de algunas tácticas bélicas que había desarrollado y probado sobre el terreno de juego, Cayo Mario pasó a hablar de forma sincera y abierta. Le confesó sin ambigüedades su enemistad con quien parecía iba a ser el siguiente Cónsul, Marco Emilio Escauro, y de sus desencuentros interminables con los Cecilio Metelo. Pero de forma más amarga se lamentaba sobre la artimaña política que se aprovecharía de su sentido de fidelidad hacia la República para beneficio privado:

Sé que todo está listo para sucederme. Sé también que mis méritos serán ocultados bajo el resplandor de un triunfo que se atribuirá el hijo de los Escauro. Por ello, querido Servio, te exhorto a concluir la campaña totalmente antes de las próximas nonas de enero. Es una tarea imposible, pero debe hacerse. No únicamente para nuestra gloria personal -que es cierto que existe y debe ser cultivada-, sino por el honor de nuestros padres y de la República que amamos. Para que Roma no sea sinónimo de corrupción, de burla, de deshonor, de perfída, de indecencia”.

Diciembre, 647 AUC.
Silas
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Capt. IX: Decimatio

Mensaje por Silas »

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Quizá las crónicas fueran inexactas. Quizá a Marco Annio Vero se le hubiera olvidado respetar el primer mandamiento de un buen historiador: la descripción clara de los hechos. Quizá todo se debiera a una conjunción de errores, infortunios y desgracias. Pero la cuestión fue que aquel caluroso mediodía de mayo, cuando el sol brillaba en lo más alto del azul cielo de Teveste, las cohortes que se agrupaban bajo la III legión ‘Flamina de Cayo Mario permanecían formadas en el exterior de las murallas de la ciudad. Separadas de ellas, las cuartas cohortes de Meda, de Peonia, de Macedonia y de Esparta y las quintas de Etruria, de Oretana y de Carpetana se situaban algunos metros por delante y frente al cuerpo principal; cara a cara. El mismo Cónsul, con rostro grave, había abandonado el pretorio para asistir, por primera vez en su larga carrera militar, al acto que estaba a punto de suceder.

Fue una mañana, tres días atrás, cuando las tropas de Cayo Mario se lanzaron a un total y desorganizado ataque. Habían sido hostigadas durante varios días desde que cayera la plaza númida de Teveste y los numerosos combatientes seguían intentado retomar la estratégica ciudad. Pero el zorro de Arpinum había ordenado a sus legados que se mantuvieran firmes y prevenidos en defensa. Era importante no caer en la astuta provocación que les planteaba Yugurta y permanecer dentro de la protección que los muros de la ciudad les brindaban. Unos dijeron que habían oído las órdenes de salir al encuentro de aquella pandilla de harapientos por boca de uno de los centuriones mejor considerados, un tal Quinto Servilio Fastulos. Otros coincidían en la descripción de los hechos aunque diferían en la atribución de la responsabilidad inicial atribuyéndola a un desconocido primus pilus de nombre Emilio Catón Estrabón. Entre estos dimes y diretes el resultado final fue que soldado tras soldado, centuria tras centuria y finalmente, cohorte tras cohorte, todos se sumaron a la persecución de lo que resultó ser una evidente trampa por parte del propio Yugurta. Una vez se hallaron los efectivos romanos, descoordinados y faltos de mandos, demasiado lejos como plantearse una acertada retirada, cazadores y presas intercambiaron sus papeles y con una rapidez inusitada la mayor parte de ellos murieron en las proximidades de Teveste. No fueron ellos los únicos culpables de su fatídica suerte. Cuando Cayo Mario fue informado del suceso hizo llamar a todos y cada uno de sus legados averiguando que donde debían prestar debida guardia algunos de ellos, simplemente no se habían personado en el cumplimiento de sus obligaciones o habían preferido delegar su responsabilidad en la inconsciencia de otros soldados menos cualificados. Muchos de ellos lamentaron el resultado de sus actos y algunos rompieron a llorar no tanto por el castigo que un colérico Mario podía infringirles, sino por las lesiones al honor de la legión que sus conductas propiciaron. Así se expresaba por epístola su amigo y colega Cayo Porcio Catón, conocedor próximo de los sucesos acaecidos:

Las buenas noticias no son corrientes en este extremo del mundo y por tal motivo suelen antecedernos, pero las malas serían capaces de cruzar todo nuestro imperio aún cuando sospecháramos que todavía permanecían ocultas como el mayor de los secretos. Puedo imaginar, querido amigo, que la rabia recorre hasta el último rincón de su cuerpo, envenenado por la justa reclamación del adecuado castigo. Son muy pocas las ocasiones en las que, a lo largo de nuestra historia, un general romano tuviera que aplicar el máximo castigo a sus tropas a fin de disciplinarlas debidamente y estoy convencido que aquí y ahora nadie sería capaz de expresarle ni el más mínimo reproche si usted se decidiera finalmente en este sentido. Pero, Oh! amigo Cayo, de la honorable gens de los Marios, que tantos días de gloria han dado y darán a esta tu República!; apiádate de estos pobres diablos porque en su cretinez han hallado el más severo de los castigos. Que la vergüenza de sus nombres les persiga hasta sus tumbas y que cuando lleguen a su cita con el Hades, sea éste quien les niegue cualquier descanso para sus espíritus

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Pero Cayo Mario no era de los que se echaban atrás, menos aún cuando se trataba de una decisión tan grave como la que estaban a punto de afrontar. Fue el Cónsul quien, haciendo aún más evidente su desazón, renunció a su derecho de hablar ante su legión. Fue entonces y sólo entonces cuando los soldados fueron conscientes del grave error cometido, pero más aún, el tremendo daño que a su general, a su legión y a su República habían ocasionado. Marco Annio Vero describiría esa jornada posteriormente como “la más triste en la historia de la civilización desde que la madre de Rómulo y Remo abandonara a los primogénitos de Roma”. Presos de la vergüenza, muchos fueron los soldados de las restantes cohortes que se ofrecieron a ocupar el lugar que la diosa Fortuna, en un extraño giro de sus deseos, concedería a aquellos incautos. En mitad de un estruendoso silencio se efectuó aquel sórdido sorteo; uno por cada cohorte, que marcaba visiblemente la corta distancia entre la vida y la muerte; entre una segunda oportunidad de enmendar la infamia y la condena a una humillación eterna. Y las cohortes mancilladas se separaron nuevamente en dos grupos en función del resultado; los primeros serían ejecutados y los segundos se constituirían en verdugos de los anteriores. Unos y otros se despidieron con lágrimas en los ojos, pero las crónicas narrarían acertadamente que ni una sola lamentación ni súplica se elevó a los abrasadores aires de aquel infausto lugar. Y cuando la hora sexta estuvo próxima, ante los ojos de la III legión ‘Flamina, del Cónsul de Roma y de un silencioso Yugurta que observaba el increíble acto desde la lejanía, aquellos pobres soldados de la República empezaron a entregar sus vidas.

Mayo, 648 AUC.
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Iberalc
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Re: AAR Roma, Vae Victis: Civis Romanus Sum

Mensaje por Iberalc »

¡Ojalá hubiese tan buenos documentales en el canal de historia! :babas:
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LordSpain
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Re: AAR Roma, Vae Victis: Civis Romanus Sum

Mensaje por LordSpain »

Ánimos.

Te leo porque yo también tengo el juego con la expasión y tengo que estudiar los cambios con respecto a otros juegos de esta empresa.
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Silas
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Re: AAR Roma, Vae Victis: Civis Romanus Sum

Mensaje por Silas »

Muchas gracias por vuestros elogios. La idea es que os enganche su lectura tanto como me engancha a mi escribirla :x
Silas
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Capt. X: Las Galias (I)

Mensaje por Silas »

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Tan pronto como llegó el anochecer, decenas de columnas de humo ascendieron de forma rectilínea sobre el horizonte. La imagen tenía algo de fantasmagórica si se observaba desde la lejanía y las ondulaciones que el viento provocaba en ellas parecía sumir todo el conjunto en una extraña y acompasada danza. Las órdenes de Cayo Mario habían sido comunicadas a los legados Gayo Fulvio Flacco, Quinto Fabio Maximo y Quinto Lutacio Cátulo por su homólogo Servio Sulpicio Galba y éste estaba seguro que todos ellos se comportarían como su rango exigía. Los elementos estaban en su contra, esto es, los preparativos habían tenido que organizarse deprisa y corriendo, la meteorología jugaba enteramente en su contra por estar entrando en el invierno europeo y la celeridad con la que debía concluirse la campaña se constituía como su peor enemigo. Pero por encima de todo ello, arvernios, éduos, sécuanos y helvecios, pese a su menor grado de desarrollo, no iban a dejarse romanizar sin oponer la debida y, más aún, una insospechada resistencia.

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Cuando Servio Sulpicio Galba se reincorporó al frente de su legión había decidido obrar con sumo cuidado. A él le correspondía iniciar las hostilidades y había elegido ponerse en marcha y superar los Alpes mientras la nieve no obstruyera los pocos pasos que aún estaban abiertos. De esta forma, esperaba entrar en combate con prontitud y sería contra los secuanos, dividiendo así en dos partes al conjunto de tribus galas evitando que unas no pudieran brindar auxilio al resto de ellas. Recordó también el legado como Quinto Fabio Maximo mostró su desacuerdo con ese plan. Según las palabras de este último, nunca -en ninguna guerra que nadie hubiera librado contra esas tribus-, nadie observó el más mínimo apoyo entre esos pueblos. Y aunque a Servio Sulpicio Galba semejante afirmación le pareció de lo más acertada, todos concluyeron que lo que realmente buscaba Quinto Fabio era ganar el tiempo suficiente como para situarse en disposición de ataque antes de que sus compañeros se llevaran la mayor parte de la gloria militar. Así las cosas, Sulpicio Galba envió a un mensajero al cacique sécuano con una clara advertencia para el sucio Talorc Marganid: rendirse o perecer. Ese delegado era Marco Emilio Cotta, un brillante joven de dieciocho años, hijo del famoso Lucio Emilio Cotta, a la sazón uno de los más excepcionales generales que vio el mundo clásico hacía ya algunas décadas. Servio había hallado en Marco al hijo que el destino le había negado. No era extraño observar como el primero se esmeraba en facilitar al segundo una buena y continua educación, sin descuidar su desarrollo física y su formación en sus aptitudes militares. Servio Sulpicio advirtió al joven Marco de cómo sería su interlocutor y qué forma era la mejor para negociar con el tirano: “él vive por y para las apariencias. Si te muestras altanero, te rechazará. Si dejas verle tus debilidades, te menospreciará”. Días más tarde, Tito Pompeyo, tribuno de la décima legión, comunicó a Servio Sulpicio Galba que aquellos bárbaros de Secuania, habían apresado al joven Marco Emilio y tras someterlo a muchas y sangrientas torturas, lo asesinaron, lo hirvieron, trocearon su cuerpo en varias partes que mezclaron con las heces de su ganado y posteriormente arrojaron a los perros. El legado romano permaneció impertérrito durante algunos minutos. Dicen que de sus enrojecidos ojos no brotó lágrima alguna. En lo que sí todos coincidieron fue en su siguiente reacción; con semblante tranquilo y hablando muy lentamente pronunció la orden clara y concisa: “pongámonos en marcha”.

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Era de noche y había una espléndida luna llena en lo alto de la oscuridad cuando las primeras cohortes llegaron a las inmediaciones de uno de los primeros valles que separaban al Imperio de aquellas tierras bárbaras. Una semana antes habían dejado atrás la protección que les ofrecían las fortificaciones romanas para internarse por una serie de caminos, a cual más infame. Los días en los que la legión avanzaba con rapidez pudieron contarse con los dedos de una mano. Las ventiscas se alternaron con violentas lluvias y las nevadas pronto dificultaron todavía más el avance de tropa y enseres. Aunque todos los soldados tuvieron la precaución de equiparse convenientemente para unas condiciones tan duras, el paso a través de las altas montañas disparó el número de muertos ya fuera por congelación, desprendimientos de rocas. Incluso muchos incautos perdieron sus vidas al despeñarse entre algunos de los precipicios más escarpados de los Dolomitas. Pero cuando la debilidad de cuerpo y mente amenazaban con arrebatarle al legado el control de sus tropas, los verdes valles se abrieron ante sus ojos y contemplaron miles de puntos luminosos esparcidos a lo largo de una gran llanura. Servio Sulpicio Galba no vaciló un solo momento y dio las órdenes oportunas para avanzar en completo silencio y ocupar las posiciones de mayor importancia estratégica. No cabían más esperas ni demoras, más marchas a través de la nieve y el hielo, ni más dilaciones.
Atacarían con los primeros rayos de sol.

Octubre, 648 AUC.
Última edición por Silas el 05 Feb 2009, 10:05, editado 1 vez en total.
Silas
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Capt. XI: Las Galias (II)

Mensaje por Silas »

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Pocos fueron los soldados que pudieron conciliar el sueño aquella noche. El culpable de aquella vigilia no fue ni el miedo, ni el frío, ni el hambre. Quien privó de su reposo a la primera legión fue la impaciencia. Los hombres percibían en el ambiente una sensación electrizante, como pocas veces habían sentido y en la oscuridad, las espadas parecían reclamar su venganza. En el pasado, la primera legión había sido aquella que había gozado de los mejores prohombres de Roma y las glorias de la República eran siempre por y para aquella legión; eran los preferidos de todo buen general. Sin embargo, con el pasar de los años, sus gestas habían sido pocas y siempre superadas por otras cuya suerte o fortuna, o quizá el mero capricho de los dioses, les habrían favorecido. Y aunque no quedaba un solo soldado de aquellos tiempos, todos sabían que tenían una oportunidad –quizá la última?- para lograr una gloria demasiado esquivas para aquellas águilas que orgullosas volaban en sus estandartes. Quizá el único que consiguió conciliar el sueño fue Servio Sulpicio Galba. Ciertamente fueron algunos los que se extrañaron al oír los sonoros ronquidos que salían de la tienda del legado durante toda la noche y unos pocos se interrogaron con la mirada: “¿Era éste el general que debía conducirlos a la victoria la mañana siguiente?. ¿Cómo podía dormir a pierna suelta en unos momentos tan decisivos?”.

Apenas tuvo tiempo la primera guardia bárbara en relevar a sus compañeros cuando un tremendo rayo cayó en mitad de la planicie. Algunos supervivientes confesarían, a la mañana siguiente, que en ese mismo instante supieron que aquello no fue solo un fenómeno de la naturaleza sino la manifestación del enfado de sus dioses. Ahí se dieron cuenta que la suerte de la batalla estaba echada en favor de la República. Ante sus atónitos ojos apareció la primera cohorte, majestuosamente formada en una apretada línea, avanzando acompañada rítmicamente por el sonido producido por sus mismas armaduras. A su diestra, Lucio Macrino Lúculo al frente de sus équites de Scodea, la caballería ligera se preparaba para asestar el primer golpe y detrás de todos ellos, los sagittariorum de Vocontia y Liguria dirigidos por Tiberio Sempronio Graco aguardaban el momento propício para disparar sus flechas incendiarias. Inmediatamente tras sus espaldas, la famosa formación manipular romana conformada por astatis, príncipes y triarios en triple línea. Con la misma precisión con la que cada mañana salía el sol, todo el conjunto fue avanzando, paso a paso, metro a metro hasta situarse en la cima de un pequeño promontorio situado en la parte frontal de lo que sería el campo de batalla. Y entonces fue cuando ocurrió.

Talorc Marganid ordenó la primera carga de los secuanos, sabedor que el desequilibrio en el número de los efectivos le favorecía en una proporción de 2 a 1. Aún en una posición clara de inferioridad, cuesta arriba y con el sol en su frente, las huestes bárbaras se lanzaron contra aquella primera línea romana, en apariencia débil y quebradiza. Eran hombres que superaban todos ellos la altura del romano más alto que uno pudiera hallar en aquel paraje y sus definidos músculos hacían pensar que no tendrían ningún problema en manejar con soltura las pesadas armas que blandían. Sus largas barbas y melenas hacían temer lo peor para aquellas tropas que habían llegado más allá de las murallas dolomíticas. Pero nada más lejos de la realidad. Cuando el grupo principal secuano tomó contacto con los primeros legionarios, éstos respondieron desplegando por el lateral de sus amplios scutum aquellas lanzas cortas llamadas pillum las cuales, durante años, habían sembrado el terror por todos los confines del imperio. De inmediato acallaron todo el griterío bárbaro convirtiendo, lo que en un principio parecía una desvalida línea de defensa en una colosal muralla infranqueable. Empezó a llover.

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Servio Sulpicio Galba hizo la señal pactada y un peculiar sistema de transmisión de órdenes mediante trompetas y banderas con diferentes colores y símbolos se puso en marcha para ordenar a Lucio Macrino Lúculo que iniciara la carga contra el cuerpo principal de los secuanos que aún se hallaba a medio camino entre su campamento y aquel maldito promontorio. Al mismo tiempo, la línea de la primera cohorte reiniciaba su marcha y se adentraba cada vez más hacia el mismo objetivo. Lucio Macrino advirtió que en esta ocasión no pillarían tan de improvisto a los bárbaros secuanos -quienes ya estaban preparándose para recibirlos-, e inteligentemente decidió sobrepasar a aquella masa de combatientes, perdiéndose tras sus espaldas no sin antes dar buena cuenta de algunos guerreros despistados que acabaron con sus cabezas separadas de sus cuerpos por la certera maestría de sus jinetes. Definitivamente se acercaba el momento en el que, tras algunas escaramuzas más, la primera legión de la República de Roma debía ganar la batalla o dejar paso a la historia; en un gesto inusitado dentro de lo que la tradición militar romana mandaba, Servio Sulpicio Galba, aquel que mereciera toda la confianza de Cayo Mario, abandonó la protección que el puesto de mando le proporcionaba, para cabalgar hasta el extremo derecho de las cohortes que seguían avanzando a través de aquella llanura en un rumbo de colisión contra una muralla de guerreros, pintarrajeados con los más extraños signos. Dejando atrás aquella frialdad con la que muchos le recordaron en el episodio del infortunado Marco Emilio Cotta, empezó a recorrer toda la línea republicana, alentando y animando a todos sus soldados. Casi fuera de sí prometió una provechosa recompensa para aquel que le trajera –vivo o muerto- al cacique secuano; y poco antes que los dos formidables ejércitos chocaran, empezó a diluviar.

Algunas horas después el panorama era desolador. Las líneas de las cohortes de los vélites y demás tropas auxiliares resistieron una y otra vez los embates de los bárbaros. Una y otra vez, los sécuanos golpearon sin descanso la sólida defensa republicana y finalmente esta cedió. El cansancio acumulado empezó a causar mella en los bravos romanos y estos se vieron sobrepasados por la superioridad numérica enemiga. A partir de ese momento parecieron desaparecer las tácticas militares, dando paso a un único afán: el de la supervivencia. Hombres luchando contra hombres empleando todos los recursos a su alcance, agonizando en medio de la nada y muriendo empuñando aún sus espadas. Con rapidez el campo de batalla se convirtió en una masa de barro, sangre y vísceras donde aquellos valientes entregaron sus vidas en el altar de la República. Caían por centenares y aún en esa consciencia, nadie dio un solo paso atrás, nadie titubeó, nadie intentó huir. Y fue en ese mismo momento, cuando incluso el legado Servio Sulpicio Galba había prescindido de sus cuerpos de guardia ordenándoles sumarse a la carnicería, cuando las doradas águilas del Senado y el Pueblo de Roma aparecieron, majestuosas, detrás de las líneas enemigas. Los estandartes SPQR eran alzados por las primeras unidades de la caballería Lucio Macrino Lúculo, la cual había permanecido en la retaguardia enemiga, convenientemente guarecida del desgaste del combate. Junto a ellos, miles de guerreros procedentes de otros pueblos bárbaros, enemigos de los sécuanos, que veían en esa la oportunidad de liberarse del sanguinario yugo de Marganid.

Cinco horas más tarde, cuando caía de nuevo la noche sobre tierras extrañas, el praefecti castrorum Cneo Rufo Papirio oyó con claridad el grito de Servio Sulpicio Galba. Toda su vida recordaría como esas dos palabras le llenaron de orgullo por la victoria conseguida, de honor por la seguridad de su querida República y de tremenda tristeza por los compañeros muertos. Un “Roma, vinci!” que quedaría grabado a sangre y fuego en el espíritu de aquellos que sobrevivieron a aquella gran tragedia.

Y cuando las primeras montañas de cadáveres se disponían para su quema en enormes piras funerarias, romanos y sécuanos eran rematados por una misma espada.

Octubre, 648 AUC.
Silas
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Capt. XII: Sol lucet omnibus

Mensaje por Silas »

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Cabalgaba por las inmediaciones de la ciudad. El sol hacía valer todo su fulgor, era mediodía y repentinamente se sintió indispuesto. Trasladado a su tienda visiblemente mareado, fue visitado por su médico personal, Mestrio Kapsiris, un griego que había aprendido todo tipo de técnicas curativas incluso aquellas llegadas de tierras extrañas. A los pocos minutos y siguiendo los consejos del sanador, trajeron un fino cuenco decorado con una serie de escenas en las que se mostraba a un joven Publio Cornelio Escipión Emiliano Africano en plena campaña. Su contenido era una especia de brebaje de color verde oscuro y pese a oler peor que la más miserable cuadra de Bastetania, el paciente lo ingirió sin ninguna queja. Semanas más tarde, un Cayo Mario visiblemente demacrado, dejó a su derecha el pórtico columnado y el octastilo del templo de Cástor y Pólux, pasó ante el templo circular de Vesta cuyo fuego permanecía siempre encendido glorificando así a una de las diosas más queridas de Roma, y acabó ascendiendo por las escaleras de mármol que daban acceso a la Curia Hostilia, es decir, al Senado Romano. A su entrada, fueron pocos los que se detuvieron para dar la bienvenida al Cónsul. Un hombre que había derrotado por primera vez a Yugurta en Tapsus; un romano que había ampliado los límites del Imperio; un general que había cruzado uno de los desiertos más inhóspitos del mundo conocido por dos veces. Pero esos méritos solo fueron merecedores de un tibio saludo por parte del resto de senadores.

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La sesión se desarrolló con total normalidad. En el orden del día se trataba la aprobación de la una de esas magnas construcciones que siglos después asombrarían al mundo. La construcción de la Vía Flamina no era más que una consecuencia lógica de la ampliación de calzadas que debía seguir a la construcción de aquell fantástico camino entre Roma y Portus Pisanus, llamada Vía Aurelia, que Cayo Mario había decretado construir en los primeros días de su mandato hacía ya casi dos años. Posteriormente y por segunda vez, se convocaba a los padres senadores al estudio de la Lex Calpurnia, un proyecto de ley destinado a reducir el alto grado de corrupción de los gobernadores de la República mediante la creación de una corte de justicia permanente, encabezada por un pretor quien –por lo menos en la práctica-, se encargaría de juzgar a estos altos cargos en las frecuentes acusaciones de corrupción o extorsión. Sin duda era una mala noticia para los hombres de confianza del Cónsul, fuera éste quien fuera, y peor aún, como bien había apuntado un infatigable Marco Emilio Lépido, “este proyecto fue ya rechazado ya que el beneficio que pretendió en su día era inferior a la estabilidad que causaría en todos los extremos de nuestra República. Y hoy, sigue siendo así”. Una mayoría de aplausos se alzaron en torno al orador quien –a pesar de su avanzada edad y de la dispensa que el Senado le otorgaba por dicho motivo-, permanecía en pié. Pero algo extraño ocurrió, Marco Emilio Escauro tomó la palabra y mostró su repulsa absoluta hacia todo ese “parloteo sin sentido propio de alguien que no debería salir de su casa conformándose en ver los pájaros volar mientras alguna joven macedonia le limpiaba sus babas”. Al instante, un enfurecido Cónsul Cayo Mario se levantó de su asiento como impulsado por un invisible resorte y reclamó su derecho a hacerse oír, una prerrogativa que, al realizarse, obligaba a cualquier otro senador en el uso de la palabra a sentarse y escuchar en silencio.

Paters, conscripti y senatores pedarii,
He llegado de Africa en un silencio que debe acabar. Jamás se vio en toda Roma que un Cónsul retornara en medio de semejante anonimato. No he reclamado para mi ninguna gloria que no haya merecido, incluso he renunciado a los méritos públicos que según la tradición de nuestros padres me corresponderían. A pesar de todo ello, hoy me hallo en este Senado donde lo único que puede respirarse es odio. Todos conocemos a Marco Emilio Escauro pero mucho me temo que si alguno de nosotros preguntara en cualquier calle del Subura, sería mucho más conocida su ambición por ascender, sin ningún tipo de miramientos, al más alto cargo de nuestra bien amada República, tan insaciable es su codicia. Recuerden todos esta advertencia: Seré Cónsul hasta el último día y que todos los presentes y ausentes tengan claro que actuaré por y para el bien de la República


Noviembre, 648 AUC.
Silas
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Capt. XIII: Consules darent operam ne quid detrimenti res...

Mensaje por Silas »

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Cayo Mario estaba al corriente de las tramas del Senado. En esa época del año y estando próxima la salida del Cónsul, las trampas, chantajes y extorsiones se multiplicaban hasta extremos que hubieran asombrado al propio Mithridates, rey del Ponto, hombre muy aficionado a tales artes. Parecía casi una realidad que el elegido para substituirle no sería ni Lucio Cecilio Metello, ni Lucio Cornelio Cinna, sino el inefable Marco Emilio Escauro y, hasta el último perro que en Roma viviera sabía que, dicha circunstancia, no era la que satisfacía al Cónsul. Pero durante las últimas jornadas se había encargado de tranquilizar a algunos senadores que todavía conservaban fresco en su memoria la última intervención de Cayo Mario en el Senado. Nadie quería recordar los terrores de un dictador o los peligros de una guerra civil. En realidad, todo eso sorprendía al Cónsul sobremanera. Los únicos pensamientos que verdaderamente preocupaban al más importante de los Marios eran aquellos que se referían a la suerte de sus legiones en la Galia. Las últimas noticias hablaban de continuos y duros enfrentamientos entre sus valientes tropas y toda una serie de grupúsculos bárbaros que preferían entregar sus vidas a someterse al poder la República. Pero se habían cumplido ya las dos semanas sin ningún comunicado y no había regresado ninguno de los varios emisarios que Cayo Mario había enviado. Algo extraño y grave estaba sucediendo.

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Por fin, en la madrugada del décimo día tras el idus de diciembre, un rico comerciante de trigo entró en la domus de Cayo Mario. La visita no era inhabitual teniendo en cuenta que el subministro de esta materia prima era siempre escaso para las necesidades de una ciudad como Roma. Quizá por ello el viajante no tuvo problemas para sortear la vigilancia a la que habían sido sometidos los accesos a la capital de la República desde que el Cónsul retornara de África, y no precisamente por parte de los partidarios de Mario. En cualquier caso, Cneo Publio Calvino accedió a las dependencias privadas del prohombre y tras saludar al Cónsul y departir con él brevemente, abandonó la morada con la misma presteza con la que había entrado unos minutos antes. Cayo Mario tomó asiento frente a su escritorio, desplegó las diferentes hojas y empezó a leer calmadamente aquella epístola de su amigo Servio Sulpicio Galba:

Cónsul y amigo,
Me he visto en la triste obligación de tener que recurrir a nuestro común amigo Cneo Publio Calvino para hacerte llegar esta carta. Si todo ha salido bien –y ese es mi fervoroso deseo-, tendrás en tus manos esta epístola antes de que finalices tu mandato y nuestro entregado comerciante habrá concluido mi peligroso encargo sin peligro para su vida.

Muchas han sido las informaciones y peticiones que tanto yo como el resto de legados que se hallan al mando de nuestras legiones te han hecho llegar en las últimas semanas aunque hoy estoy seguro de que ninguna de ellas te habrá sido entregada. Aquel que desea más que nada sucederte en la alta jefatura de la República, ha decidido irresponsablemente sumirnos en el silencio absoluto, secuestrando nuestras comunicaciones, controlando todos los caminos que conducen a Roma e incluso negándonos cualquier auxilio. A este respecto, hace algunos días, el valeroso general Quinto Fabio Maximo, reclamó el envío de algunos refuerzos con los que hacer frente a los numerosos y violentos ataques de los que estaba siendo objeto mientras culminaba el asedio de Aquitania. No obtuvimos respuesta alguna por tu parte –convenciéndonos definitivamente de la trama que se había desplegado a nuestras espaldas-, pero sí llegó una contundente negativa firmada por el propio Marco Emilio Escauro: “su llamada de ayuda no será atendida; si gana es que no la necesitaba; si pierde, es que no era digno de ella”.

A estas alturas creo que está de más prevenirte ante semejante “hombre de honor”. Es en esta hora, rodeado de mis hombres y sobre estas lejanas tierras galas que en mi espíritu se mezcla el júbilo del triunfo y la amargura que desde Roma me llega. ¿Qué sentido tiene nuestra lucha?. ¿Qué orgullo podemos exhibir ante un mundo inhóspito como este cuando mañana la República quedará mancillada por un Cónsul como Marco Emilio Escauro?.

Los pueblos de la Galia han sido sometidos. A costa de las vidas de miles de soldados, nuestros legados han dado a la República más de lo que ésta parece merecer e infinitamente más de lo que algunos de nuestros prohombres jamás nos podrán reclamar. Mucho me temo que ya no habrá tiempo material ni posibilidad de reclamar en tu nombre, Oh gran Cayo Mario!, la gloria y el prestigio que merecemos, que tú mereces. Pero que sea Júpiter Optimus Maximus quien castigue y premie a nosotros, todos simples mortales, según los méritos y miserias que nos correspondan


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Cayo Mario permaneció unos minutos en silencio. Lo cierto es que nada de lo leído le sorprendía en exceso. Toda una vida de tratos ante hombres de todo tipo de calaña, hacía que pocas cosas le asombraran. Meditó con calma los hechos, releyó de nuevo la carta de Servio Sulpicio y anotó en su diario personal una enigmática frase: “consules darent operam ne quid detrimenti res publica caperet or videant consules ne res publica detrimenti capiat(*)”.

Diciembre, 648 AUC.

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* NOTA: La traducción de la frase es: "los cónsules deben hacer lo que sea en defensa de la República"
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Ineluki
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Re: AAR Roma, Vae Victis: Civis Romanus Sum

Mensaje por Ineluki »

Sin palabras me quedo. Pedazo AAR. :shock:
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