Relatos.

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Kal
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Mensaje por Kal »

En agradecimiento por lo mucho que aprendo de vuestros comentarios en este foro y en la web os dejo unas cuantas historias de mi amigo Gómez, un tipo que tiene su propia forma de ver y hacer la guerra.

Es verano y con un poco de suerte alguno llega al final de este post.

Total, no hay muchos sitios donde colgar historias ambientadas en la 2GM y tengo unas cuantas que acabo de encontrar haciendo limpieza en el disco.

Allá van:


Gómez (1) Mar del Coral.

- FUCK!!!! gritó.

Lógico, se acababa de romper los labios y un diente contra el cierre de la Browning. La cosa estaba bastante jodida, es cierto. Desde hacía dos minutos el Dauntless era agitado por los pepinazos de todo calibre y condición que los artilleros de la Flota Combinada Japonesa tenían a bien despacharles, todo hay que decirlo, con creciente precisión y afinada mala leche. Cuando no era una lluvia de metralla tamborileando por todo el avión era un bamboleo de esos que te dejan el estómago fino y los huevos con salchicha de corbata. Hala!!! otra pota, vaya día que llevo.

- Cagonsusmulas, con lo bien que hubiera estado yo en la neivi de los barcos en vez de empeñarme en volar. BOOM. La leche, esta casi nos jode.

- Y este pardillo clavado al avión del Flight Leader, ni una maniobra para evitar que nos maten.

El cielo parecía el lomo de un dálmata, tantas explosiones lo salpicaban que no podía comprender cómo no los habían derribado aún, como al pringao ese del F4 que se había comido enterito un proyectil de los gordos abandonando este valle de lágrimas en forma de lluvia metálica sanguinolienta y vertical. Añicos lo han hecho al pobre. Hay que ver.

A ocho mil pies de altura el paisaje era poco halagüeño, vamos que pintaban bastos. La flota japonesa parecía haber sacado en procesión todo su arsenal.

- Y eso?? Joder!!!!! Mike!!!! Three Zeros, 6 o´clock high. Ratatatatatata, toma cabróóóóón. It´s OK, they’re climbing, we’re clear.

- Juer, de esta no salimos, si no me acierta uno de estos de los puntos coloraos me dan un pepinazo o me estrella este estirao mamón. Virgen del Carmen, tres portaaviones y una jartá de destructores. Madre mía, madre mía.

Javier Gómez estaba realmente acojonado, la camisa no le llegaba al cuerpo y juraría por su Chiclana natal que tenía manchados de óxido anal su gayumbos uesneivi. Se había metido en un fregado que poco podía imaginar cuando en Nueva York se alistó en el cuerpo de aviación de la armada con la intención de ser piloto, o lo que fuera, para salir de la lavandería de Queens en la que se estaba dejando los pulmones y la juventud.

Si le hubieran dado a elegir entre estar esa mañana en el Mar del Coral o cualquier otra cosa, seguro que hubiera vuelto gustoso a limpiar mierdas de caballo en Jerez para el señorito cabrón que le dijo que si quería prosperar y hacerse una fortuna emigrara a los Estados Unidos. Total, la vida que es muy puta, de las caballerizas de D. Álvaro a estar de artillero en un Dauntless en medio de una guerra mundial vestido de sargento americano y pegándose de tiros contra unos japoneses que estaban como cencerros.

En cualquier caso, poco tiempo para pensar le dejaban al pobre Javier, era para irnos conociendo, por romper el hielo, vamos.

La cosa es que iban a soltar dos bombas sobre un portaaviones japonés, según le habían dicho y allí abajo no había uno, había tres. Y como era de esperar no estaban solos, estaban rodeados de barcos cuya única misión en esta vida parecía ser la de volarle los cojones a un gaditano.
- A ver si conseguimos acercarnos, por lo menos que se lleven un viaje en la coronilla antes de que nos maten a todos.

Pasaban zumbando a su alrededor los cazas, unos disparándole, otros disparando a los que le disparaban y de vez en cuando, hasta los artilleros de los aviones vecinos le enviaban peligrosamente cerca una ristra de trazadoras como mistos encendidos.
Estaban todos acojonados, mucha instrucción sobre el uso de la radio, mucho código y mucha leche pero cuando sonaban los tiros todos gritaban como locos, no había manera de entenderse y las maniobras las señalaban los aviones de los jefes a los que les seguían a base de braceo, deditos y movimientos con las alas. Si es que no se puede, cagüenlaleshe.

- Shut the fuck up!!!!- gritaba el boss, lo llevas claro mamón. -Halaaaaa, otro que cae. Ahí vienen otra vez. Mike, 2 zeros 4 o’clock level. Este se caga, por mis mulas que le doy. Quinientos, cuatrocientos metros, tres...- y las trazadoras cruzándose, me da, me da, las suyas curvándose por debajo del caza, suben, suben y estallan en el motor y la cabina del zero, revienta dentro una sandía japonesa y el trasto pasa zumbando por starboard con lo que queda del cuerpo del piloto caido sobre la palanca, muerete cabrón. Y las lágrimas le corrían por las mejillas por el humo de la ametralladora, los gases del motor, el acojone y el viento. - Good shooting Goumesss!!!!!. Será gilipollas el mascanucas este. A ver si sueltas las bombas y nos vamos para el carrier.

Le debió parecer la colleja más impresionante de todas las que había recibido en su perra vida, y habían sido muchas. El piloto, el tal Mike, estaba tan entusiasmado no perdiendo su puesto en la formación que cuando picó y activó los frenos el avión casi se parte en dos pedazos, como el cuello del gaditano que juraba en arameo, idioma del que hasta el momento no tenía idea pero en el que se estaba soltando por momentos.

El picado, incluso en las prácticas era jodido para los gunners, se quedaban pegados a las cinchas, sintiendo que las piernas flotaban y las tripas se salían por los ojos, mientras veían por encima del hombro cómo la superficie del mar se acercaba y esto no era un ejercicio, los estaban vapuleando en condiciones, de lo lindo, dos agujeros enormes acababan de aparecer en el ala derecha como si nada, sin ruido, sin explosión y Javier los miraba embobado convencido de que iba a morir. - Quillo!!!! suéltalaaaaaaaa. Drop it now!!!! como seaaaaaaaa. Madre míaaaaa.-

El ruido era ensordecedor, veía otros tres aviones picando a su alrededor, uno de ellos con el ametrallador muerto, la cabeza bamboleándose como la de un pelele con ese movimiento patético de los muertos en las orillas. Las explosiones eran ya insoportables, densas, contínuas, olía a explosivo, a gasolina y levemente a mar.

El Dauntless ya no volaba, caía, se desplomaba empujado por vientos y bombazos, zarandeado más allá de lo que nadie podía haber calculado que resistiera una máquina, era imposible salir vivo. Javier andaba ya por la segunda estrofa del Padrenuestro en latín, que junto al arameo y el inglés eran sus idiomas favoritos esa mañana, cuando sintió el tirón y pasaron zumbando por entre los mástiles de dos destructores que estaban cerca del navío que acababan de bombardear, era imposible saber si su avión había dado en el blanco, vió explosiones en la cubierta, dos aviones y una docena de hombres salieron despedidos, pero la mayoría de las bombas caían en el agua que hervía, se elevaban columnas blancas a más de 100 pies de altura salpicadas de los restos de las calderas del infierno y todo a su alrededor eran trazadoras y murallas de agua.

Disparó sobre los barcos mientras los tuvo a tiro, intentó matar a los cabrones de blanco que servían las piezas y contra las ventanas de los puentes, no dejaba de apretar los disparadores, dejaba que las trazadoras se pasearan de uno a otro lugar y gritaba. Sí, claro, en varios idiomas. Gritaba incoherencias y sangraba de morderse los labios partidos cuando sintió cierto alivio al notar que decrecía la intensidad del zarandeo y oía los gritos de júbilo en los auriculares.

El portaaviones que habían atacado estaba envuelto en llamas y escorado, pero a Javier Gómez, Sargento de la US NAVY, natural de Chiclana de la Frontera, vecino que lo fue de la C/ Amores todo aquello le importaba una mierda y sólo quería volver algún día a mirar los ojos de una morena en la muralla y perderse en ellos en silencio.




Gómez (2) Qué puta es la guerra compadre.

- Goumesss!!! Will ya stop playing that fucking guitarr????
- Cálla malahe, que zon tanguilloh de Cai.
- What the hell?? Speak english, you bastard. You’re in the US Navy now.
- Ojalá te caiga un japoné ensima, mamón.

Quizás convenga hacer constar que después de sobrevivir a su primer servicio de guerra, haberle volado la cabeza a un piloto japonés y de haber visto tan de cerca el llavero a San Pedro, Gómez gastaba esa noche una melopea de impresión. Dos dedales más de bourbon y la palma, fijo. En estos casos le solía salir su acento original y le daba por ponerse melancólico. Cada cual tiene su modus pedendi, ya se sabe.

- Una tarde de tormentaaaa, tralílará tralí, noh fuimoh a peleaaaá.
- Tucutucutucutún, rarará.
- Loh japoneseeeeeeeee, ay mareeeee!!!!, los japoneseeeeeeeee
- Hijoh de la gran putaaaaaaa. La que oh vamoooooh a liaaaaaá...

Andaba Gómez enfrascado en la solitaria tarea de hacer de su camarote The New Corral of the Joaquina con una voz indescriptiblemente desagradable, casi delictiva, cuando entró por la puerta el MP Staff Sergeant O´Connors, natural y vecino de Ohio –cuando no estaba en la guerra, claro-, y que era conocido en el carrier por tener algo menos de medio dedo de frente y manejar la porra en las peleas con una habilidad pasmosa para un tipo que rozaba por su límite más próximo a la oligofrenia la idiocia más pertinaz y evidente.

Semejante masa muscular pelirroja hizo dos cosas muy feas: entrar sin llamar en el camarote de Gómez y quitarle la guitarra de un manotazo.

Lo siguiente fue más una putada que una falta de educación. Sin mayores preámbulos, sin un simple Hi, le arreó un stickazo al pobre chiclanero en la entrepierna que acabó inmediatamente con varias cosas: la composición musical que le tenía tan entretenido, su borrachera y las esperanzas de volver a ejercer de varón por un tiempo, si no de forma indefinida, más aún visto que el gaditano perdió en el acto el poco conocimiento que en su estado tenía.

Le dolían la cabeza y las balls en similares proporciones. Fifty-fifty más o menos. Al principio no conseguía identificar los sonidos pero por fin se dio cuenta de que estaban sonando las alarmas.

Zafarrancho de combate!!!!!

Todo el mundo a sus puestos de combateeeeeeeeeeeeeeeeeeeeee!!!!!!!!!!!!!!

Era para verlo. Penita daba. Chaleco salvavidas, casco, botas sin atar, sin afeitar, despeinado, los ojos como dos huevos duros y los huevos duros como piedras, había tratado de subirse la bragueta pero el roce le recordó la noche pasada, su encuentro con el mostrenco de la policía militar que tan claro le dejó que no entendía de flamenco.

Corría por los pasillos hacia su puesto de combate, sonaban en cubierta pepinazos de antiaérea y eso era lo que él tenía que estar haciendo, estar de suplente de cargador en la batería Bofords 40 número 3. De volar nada, no se despega con un Dauntless en medio de un ataque, eso suponiendo que tu Dauntless no se encuentre en proceso de reparación tras haber recibido 213 impactos, daños, desgarrones, pérdida de piezas varias y, según Gómez, hasta dos puñaladas traperas de algún gitano japonés. Es un exagerado.

Correr por un portaaviones en mitad de un zafarrancho de combate no es cosa sencilla, como no tengas suerte y te pille la alarma cerca de tu puesto tienes que pegarte una buena carrera esquivando gente, subiendo y bajando escaleras de esas de matarse incluso sin prisas. Sí, claro, en las prácticas uno va al trotecito, hola Johnny, how’re ya doing, corre corre que te pillo, el jefe da unos grititos y tal mirando el reloj, paripé... pero en mitad de una batalla como la que estaban librando cuando suenan el pito y las alarmas la gente literalmente se deja los huesos en las escaleras, más de uno no termina de llegar a su puesto porque se ha roto la crisma. Y, todo sea dicho, alguno hasta se pierde porque la alergia al plomo es una enfermedad descrita en los libros más antiguos.

Pintaban bastos. Se oyó una gran explosión ahogada a través de los mamparos exteriores, un impacto en el agua, pero cercano, supuso Gómez. Apretó los dientes, entrecerró los ojos, deslumbrado, y cuando asomaba la cabeza al exterior tuvo que dejar paso a un grupo de sanitarios que traían a un marine herido. Le habían alcanzado en la cara, tenía los ojos abiertos como platos. De la nariz hacia abajo su cara había desaparecido. Tú no cantas más, pensó. En cuanto hubieron pasado se ajustó el barboquejo y se incorporó a su puesto. El Bofords estaba a medio cubrir así que se puso a pasar munición, peines de cuatro proyectiles, a los cargadores que los introducían en las guías de alimentación de cada una de las piezas que componían el montaje cuádruple.

Cuatro bocas de 40 mm disparando a un ritmo de 120 a 160 proyectiles por minuto es lo que el médico recomienda en Chiclana para la resaca y la güevitis, pensaba Gómez.

Ahí viene!!! La verdad es que ni se había fijado en los aviones, había saltado a la torreta y pasaba munición en la cadena sin pararse a mirar fuera. Cuando giraba el torso para recibir peines podía ver a un marinero regar los cañones de cinco pulgadas que estaban disparando desde hacía un buen rato, supuso, el agua se tornaba vapor nada más repartirse por las superficies cilíndricas que no paraban de tirar.

Levantó la vista cuando gritaron y lo vio. Es jodido estar abajo y ver cómo pican y se hacen más y más grandes, la bomba siempre te mira a ti. Por babor entró un ruido sobre todos los demás, un torpedero sobrevoló la cubierta a unos 15 metros sobre los cables de apontaje. Hasta un oficial de señales sacó la Colt y le vació el cargador. Los dos japos, les vió perfectamente, llevaban las cabezas metidas en los hombros y echadas adelante, como si se escondieran para no ser vistos. Ametrallado, cañoneado y maldito desde todos lados el avión estalló, desintegrándose, a unos 500 metros.

¿Un torpedero?

¿Entonces?

La explosión sacudió todo el carrier que estaba en ese momento cortando su propia estela por enésima vez con los destructores bailando a su alrededor. El torpedo había estallado en algún punto debajo de la torre.

- Seguid, coño, no dejéis de alimentarlos!!!.

Había aviones por todos lados, eso le parecía a Gómez que se había quedado embobado mirando en la cubierta un curioso espectáculo. Una ráfaga de ametralladora venía de popa cosiendo la pista como una Singer en una ligera diagonal hacia donde él estaba. Se agachó, la carrera de balas se detuvo un momento sobre los servidores del Bofords salpicando de sangre toda la torre y haciendo estallar un proyectil del 40 de los que aún estaban apontocados contra la estructura interior y que le segó limpiamente un brazo a un sargento primero que de todas formas para entonces ya estaba tan lleno de agujeros que de flotar ni hablar y continuó hasta arrancarle la manguera al tipo que estaba regando los cinco pulgadas. La sangre puede vaporizarse también. Javier lo vio en el pecho del aquel chaval cuando salieron las balas que le habían entrado por la espalda.

La sombra del caza le dejó casi a oscuras por un instante. Sintió el olor a gasolina de los escapes y el rebufo de la hélice, estaba pintado de blanco inmaculado con esos enormes círculos rojos, giró suavemente a izquierdas a toda pastilla; en cuanto se hubo alejado unos cien metros empezaron a dispararle hasta los pasteleros con las mangas de confitar.

De los catorce que eran en esa torre el caza se había llevado a ocho por delante. Los que no habían recibido la ráfaga murieron por los rebotes en las protecciones metálicas, esquirlas o el proyectil que estalló. Los sacaron como pudieron, con cierto miramiento a los heridos, a los muertos como sacos. Había que seguir disparando.

Gómez escupió. Estaba realmente muy cabreado. Y le dolían terriblemente las pelotas. Mala combinación en un gaditano.

Se hizo cargo del Bofords, empezó a dar órdenes y la pieza volvió a disparar siendo servida por auxiliares de pista, camareros y hasta un par de pilotos que se pusieron a sus órdenes no siendo capaces de hacer valer su categoría de oficiales ante el torrente de instrucciones que estaba soltando el crazy spaniard por esa boquita y la eficacia con la que había tomado el control de la situación en medio de semejante carnicería.

Ordenó que subieran la manguera para limpiar la sangre que tenía a más de uno al borde del desmayo, pero sobretodo para que dejaran de resbalar los que acarreaban munición.

Vio otro torpedero aproximarse al carrier por la amura en la que se encontraban, venía pegado a las olas, a unos 1000 metros, algunos destructores le disparaban pero nadie, que Gómez viera, desde su propio buque y estaba claro que ellos eran el blanco.

Palmeó la espalda del apuntador y le indicó dónde debía orientar el Bofords. Lanzó uno de los cargadores de su Colt hacia el jefe de la pieza vecina, que estaba disparando hacia arriba, a los cazas, para llamar la atención y lo logró, le dio en el casco y cuando se giró hacia él, le indicó por señas el japonés que venía directo hacia ellos; el montaje número dos también se orientó hacia el torpedero.

Ocho cañones de 40 mm disparando contra un avión que se aproxima en línea recta y a su nivel tienen muy poquitas posibilidades de no terminar acertando. La pieza que mandaba Gómez empezó tirando alto, corrigió sobre la marcha y observó que el fuego cruzado con la número dos empezaba a converger en la trayectoria del avión hasta que uno de los proyectiles arrancó limpiamente un ala del avión que giró violentamente y se estrelló contra el agua sin haber soltado el torpedo. Gómez le pegó una palmada al cabo que accionaba los disparadores para que dejara de presionarlos y oteó el cielo mirando primero hacia los lugares donde estaba disparando la flota.
Había pasado. El carrier dejó de girar y redujo su marcha; sin duda estarían evaluando daños y empezando las reparaciones.

- Eh!! ahí, mirad. Un paracaídas.

Todos a bordo sabían qué tipo de uniformidad, accesorios y paracaídas llevaban los pilotos americanos. Aquel tipo que caía era japonés. Sin duda. Previendo lo que iba a suceder Javier se apartó de la pieza, de un par de saltos subió a la cubierta y esperó estar equivocado mientras encendía un Lucky viendo el pausado descenso del japonés hacia las olas.

El primero en disparar fue un teniente con una .30 desde la torre. Fueron un par de segundos lo que tardaron los demás en imitarle. La gente vio que el oficial, con una mano vendada y la camisa medio quemada, había abierto fuego sobre el piloto derribado. Le siguieron varios puestos de ametralladoras múltiples del calibre .50 y finalmente cuatro montajes de 40 mm. Gómez no había perdido de vista al pobre infeliz, le vio agitar los brazos, luego encogió las piernas y cuando las líneas de plomo que le buscaban terminaron encontrándole vio como su cuerpo se deshacía poco a poco, una pierna, los brazos, el paracaídas rasgándose, trozos de cinta, de cuerda, de intestinos...

Cuando el japonés no era más que una mancha de sangre en el océano envuelta en seda blanca un capitán de marines pasó el brazo por el hombro a uno de sus hombres y le quitó muy despacio el Garand sin munición con el que aún trataba de disparar a aquellos despojos.

- Qué puta es la guerra compadre.

Escupió una hebra de tabaco que se le había metido en el diente roto y se fue a su camarote.


Gómez (3) La Plaza.

Las pelotas de Gómez estaban hinchadas y tenían un color que no le gustó nada. Tomó un puñado de aspirinas. Intentó darse una ducha pero habían cortado el suministro de agua, pensó que debían tener un incendio en alguna parte o que el torpedo había afectado a las bombas o las conducciones, trató de lavarse las manos usando su cantimplora y se tumbó en la litera. Estaba muy cansado, llenó un vaso con bourbon, sintió que se le revolvía el estómago cuando subió por su nariz el aroma recio, miró el líquido con una profunda sensación de asco, cerró los ojos y bebió hasta la última gota.

Le vino una arcada que pudo contener a duras penas y cuando la quemazón en su interior se mitigó dio un trago a una cerveza caliente.

- Me cago en mis mulas toas. Marditos sean tos mis muertos pelaos y montaos a caballo. Me cago en mi puta sangre, me cago en dióh y me cago en tó.

Una de sus botas se estrelló contra la foto de la esposa de su compañero de camarote rompiendo el cristal, la otra no tuvo fuerzas para quitársela.

Cerró los ojos buscando un sueño imposible, una tranquilidad que desconocía desde hacía años y su oscuridad, otra vez, como siempre, se llenó de fotografías siniestras: el piloto japonés que recibió sus balas en la cara y cuya cabeza estalló como una granada madura arrojada contra una pared encalada, el paracaidista indefenso que había sido triturado por el miedo y el odio de sus compañeros, un hombre que dormía una noche de verano en un cortijo de Jerez y cuyo grito mientras moría ahogó a tiros, el marinero que no miraba al cielo y que refrescaba los cañones, ajeno al combate, hasta que le traspasaron el pecho media docena de balas, los hombres que murieron a su alrededor en la bofords tres, un chino degollado en un callejón de Manhattan con el reloj de su padre en una mano y un cuchillo en la otra, las imágenes que les habían mostrado los marines: japoneses calcinados por los lanzallamas, triturados, amontonados, los marineros que salieron despedidos de aquel portaaviones, muñecos impulsados por ondas invisibles, rotos.
Javier tenía demasiados muertos en la cabeza como para dormir, demasiado miedo acumulado como para sentirse en paz y demasiado odio hacia sí mismo y hacia casi todo por haberse dejado embarcar en una guerra que no era la suya, una guerra que le importaba una puta mierda pero en la que, estaba convencido, le iban a picar el billete.

A veces, cuando estaba con sus compañeros, pensaba que eran afortunados, hasta los más tirados habían tenido comodidades, lujos impensables en la Andalucía de finales de los años 30. Por lo menos tenían un país, familias, se emocionaban con un himno y una bandera, luchaban por algo grande, eso les habían dicho, ellos así lo creían, al menos hasta que empezaban a verle la cara a la muerte, entonces las certezas se diluían pero aún así, tenían donde volver.

Él no tenía nada, no podía regresar a su tierra, había perdido el apellido de su padre en Portugal, cuando empezó a ser Javier Gómez, de Sevilla, aprendiz de zapatero, buscavidas, emigrante a América en busca de Dios sabe qué futuro. Le habían arrebatado toda esperanza, se lo habían quitado todo un mediodía abrasador en mitad de un plaza de Jerez. No tenía nada.

- Cagonmiputasangre.

Se tendió de lado, estiró el brazo hacia la cantimplora y vertió el resto de su contenido sobre su cara mojando la almohada. Pensó que parecía una meada y trató de recordar su casa, la casa de Chiclana, la única que consideraba su hogar, donde su madre estaría deseando recibir otra carta suya y con la misma ansiedad otro giro con el dinero que le enviaba regularmente todos los meses desde que llegó a Nueva York, sin faltar uno, aunque no hubiera encontrado un trabajo. La casa. La familia a la que no podía volver.

Su madre. Esa mujer pequeña que fue hermosa un día, madre de siete hijos de los once que había parido. Viuda desde el 19 de julio de 1.936 cuando un pistolero de Cádiz entró en el Colmado “Los amigos” en la Plaza de Santiago de Jerez de la Frontera buscando a su esposo.

Javier y su padre estaban comiendo puchero. Como todos. Ellos también se giraron cuando las cuentas de la cortinilla se apartaron. Entraron el sol y un hombre armado que dio tres pasos se plantó en el centro del local, sacó un cigarrillo, lo encendió con su chisquero, mucha calma en el gesto. Dejándose ver. Cuando empezó a mirar a los clientes todas las cabezas volvieron a los platos, el camarero pareció menguar hasta terminar esfumándose, la dueña miraba dentro de un vaso vacío tras el mostrador. Un jilguero cantaba, medio loco de calor, en su jaula, minúscula.
- Tú!!! ¿cómo te llamas? -, no señaló a nadie pero miraba al padre de Javier que poniéndose lentamente en pie, contestó su nombre, sus apellidos y que trabajaba como peón de albañil y mozo de caballerizas en el Arahal, la finca de D. Álvaro, donde la corta. Él le dará referencia.

El otro, con su camisa empapada en sudor y la nueve largo al cinto dio una bocanada profunda al cigarrillo irguiendo la espalda, abrió un poco más las piernas, la mano del encendedor se fue a un bolsillo. Tranquilo, recreándose en la suerte, disfrutando voluptuosamente del miedo que estaba generando. Volvió a preguntar:

- ¿Cuándo has estado tú en Cádiz por última vez?-. - No, sé, hace unos meses, no salgo mucho de Jerez, sólo para ir a Chiclana a ver a mi familia, verá usted, el único que está aquí conmigo es mi hijo, el mayor, este de aquí.-

- ¡Mentira!.- En la comisura derecha de los labios una sonrisa fría colgaba de dos ojos muertos. La mirada daba espanto. - Ya me han dado referencia, como tú dices-, dijo con algo que quiso parecer ironía pero que sonó como la puntilla desgarrando la nuca de los toros.

El pelo negro azabache, oliendo a colonia y coñac, el Chester consumiéndose lento, la uña del meñique jugueteando con la ceniza, amarilla. El nueve largo cada vez más largo.

Su padre no contestó, sólo miró a Javier, cerró los ojos y girando la cabeza volvió a enfrentarlos con los del hombre. Del bolsillo derecho de la camisa salió una foto que terminó frente a la cara del padre, muy cerca. Era un recorte de un periódico, húmedo de sudor. En ella se le veía a la salida de un mitin, de fondo la sede en Cádiz, la bandera en el balcón. Sonreían.

Su padre cerró los ojos un momento, no dijo nada.

Silencio largo. El cigarrillo se consumía, la brasa de la colilla chisporroteó levemente al caer sobre las baldosas cubiertas de aserrín.

- Ven pacá, anda.

- Quédate aquí Javier. No pasa ná.

Salieron. Su padre delante, el hombre de la pistola tras él, les seguían dos tipos trajeados y el Alcalde que habían permanecido en un segundo plano junto a la puerta. En la plaza no había nadie, calor, la cal de las paredes reflejaba, multiplicándolo, un sol enfurecido y blanco.

Se acercó a la ventana. Pegó la cara a la reja subido de rodillas al alféizar. El hierro le quemaba las mejillas y las manos.

Su padre llevaba la boina en la mano derecha, la cabeza gacha y sobre sus hombros un peso invisible pero evidente.

- Quieto parao. Date la vuelta cabrón.

Su padre miró hacia la calle que llevaba al ayuntamiento, al depósito de detenidos, parecía sorprendido cuando se giró.

La nueve largo recibió la luz vertical cuando la funda terminó de abrirse, el arma salió lentamente, el meñique con su uña mugrienta, estirado, como tomando un café.

-Aquí no.- El Alcalde.

- Cállese.- El de la pistola.

El arco en el aire, del costado al frente, dibujado por una mano decidida. La otra tira del cierre, una bala reluce dorada apenas un suspiro, un golpe seco, el arma sube, su padre levanta la cabeza, crece, se diría que es ahora más alto que el pistolero, crece a los ojos de su hijo. Cuanto más se acerca el arma a la frente del padre más alto se le antoja. Momentos tantas veces repetidos en su memoria, clavados más allá de la razón o el sentimiento.

El grito para un público invisible: “Así terminan los enemigos de... no recordaba las palabras exactas, el último insulto, la sentencia de la última humillación.

El padre miraba al hijo. El hijo quería que la tierra se abriera, que el sol lo abrasara todo, que la noche se hiciera de repente, que su padre viniera corriendo a abrazarle, quería morirse, no estar allí, hacer algo para ayudar a quien tanto quería. Pero sólo miró.

El tiro coceó la cabeza del padre, sus ojos se cerraron y su boca se abrió, enorme. Javier sintió que su interior se había roto atravesado por cien navajas, no podía dejar de mirar. No entendía lo que había pasado ni porqué. Quería gritar y no tenía aliento para hacerlo.

El cuerpo chocando contra los adoquines, derrumbado.

La pistola volvió a su funda, el hombre cubrió con su mala sombra el cuerpo, levantó los ojos hacia el sol, acumuló saliva en el fondo de su garganta, ruidosamente, se inclinó de lado, sólo un poco y, por encima de su hombro, escupió sobre el cadáver un odio más allá de todo lo humanamente concebible cuando el que mira tiene dieciséis años.

Los postigos de las ventanas se cerraron muy lentamente, la cuadrilla se alejó y las palomas también.

Silencio.
El alguacil y una pareja de la guardia civil le ayudaron a retirar el cuerpo. Limpió el salivazo que el cuerpo había recibido en la pechera con el puño de su camisa y escupió a su vez. Tapó la cara con su pañuelo, la frente ensangrentada, buscó en los bolsillos: el reloj, las cuatro monedas y retiró la alianza para entregársela a su madre. Se santiguó torpemente, sin convicción.

Mientras llevaban el cuerpo hasta el cementerio a lomos de uno de los caballos de la pareja uno de los guardias le puso la mano en el hombro y le dijo muy bajito: No llores chaval. Habían salido del pueblo, no podía evitarlo, silenciaba sus gemidos mordiendo la boina de su padre y una mano ardiendo, desde dentro, le apretaba la garganta.

El guardia le pasó la mano por el hombro y le dijo en el mismo tono quedo, de confidencia: - el hombre que ha matado a tu padre duerme en la casilla de caza de la finca de D. Santiago, llegó ayer y va a estar allí esta noche, los dos que han venido con él duermen donde la Pepa. Estará solo.-

- ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

Dejó de llorar.

- Tu padre era un buen hombre, chaval. No olvides jamás. Haz lo que tengas que hacer y vete después.

El guardia le entregó un mugriento pañuelo. Javier dejó de llorar. Sí, sabía lo que tenía que hacer. Y por sus muertos, por su padre, que lo haría.

Conocía bien la finca de D. Santiago, había trabajado muchas veces allí, como mozo de cuadra.

La habitación estaba tenuemente iluminada por la luna, la ventana abierta, la mosquitera tendida cubriendo el marco, el olivar detrás. El ambiente era pegajoso, espeso, olía a coñac, a colonia y a pies. En el respaldo de una silla de anea, junto al cabecero de la cama, colgaba el cinto con la funda, sobre la ropa; el nueve largo estaba en la mesilla y el hombre que había matado a su padre roncaba tendido boca arriba. Tomó la pistola, la miró sintiendo su peso macizo, el cañón cilíndrico brillante, enorme en sus manos, repitió los gestos, accionó el mecanismo. El ruido hizo revolverse al hombre en la cama pero no se despertó, apuntó al pecho y supo que no podría matarle dormido. Bajó el arma.

Un perro ladraba, los caballos patearon el suelo de las cuadras. Las chicharras. Dio una patada a la silla, cayeron los cueros, rodó una botella por el suelo, el hombre se incorporó asustado y Javier levantó la pistola rápidamente y apretó el gatillo, se asustó con el retroceso, estuvo a punto de dejarla caer, el fogonazo le deslumbró un instante, el hombre gritó. Humo en la nariz, espeso. Volvió a disparar, esta vez sujetando el arma con las dos manos, en la cabeza, lo hizo tres veces más, muy cerca, apretando el cañón contra la cara. Sus manos temblaban, chorreaban sangre, lamió una gota que le caía por la cara. Pensó que era una lágrima. Estaba equivocado. Siguió apuntando al bulto hasta que los perros dejaron de ladrar y su respiración y las chicharras fueron los únicos sonidos que percibía.

Nada.

Metió la pistola en sus calzones, sintió calor en su entrepierna, salió del cortijo y empezó a caminar. Un camino que le llevaría a ese camarote de un portaaviones americano en mitad de otra guerra.

- Me cago en mi puta suerte- , murmuró.
Y se quedó dormido.



Gómez (4) La venganza.

La inflamación no había bajado pero sentía menos el dolor, era como si los testículos estuvieran forrados de corcho, para entendernos. No le dolía al orinar y había dejado de sangrar. Eran las cuatro y cuarto de la mañana. Probó con el grifo y nada. Salió al pasillo, miró en Duty Roster el nombre del Jefe de Guardia, se metió sin mayores miramientos en su camarote y se duchó, le quitó dos paquetes de cigarrillos y a cambio, hay que ser agradecido, dejó la ducha del capitán llena de pelos.

Se sentía bien. La gente, agotada por todo el meneo del día anterior, roncaba, los pasillos aún atufaban levemente a humo, los motores sonaban como siempre, ese pobre japonés no consiguió hacerles demasiado daño, subió a cubierta a darse un garbeo.

En el acceso a la torre había un marine de guardia, 19 años, le ofreció un cigarrillo, no puedo dormir, de menuda nos libramos ayer, vaya fregao, Iowa??, mira que bien, no tenéis muchos carriers en Iowa, ji ji ji, mi jefe es fulanito, el mío es el Staff Sgt. O’Connors, pues mira que bien, mira una estrellita fugaz, mi novia se llama Kathy, es preciosa, y O’Connors dónde para, hace tiempo que no le veo el jodio cabrón, la última juerga que nos corrimos fue en San Diego, qué tiempos, antes de..., su camarote es el 232-24, algún día iré a verle, bueno chaval que te sea leve, voy a ver mi avión, bla bla bla, ji ji ji. Venga, tio, encantado de conocerte, igualmente, nos vemos por aquí, otro bla, y medio ji, ahí te quedas.

232-24.

Un suboficial por mucho que sea el más antiguo de una unidad de policía militar de marines embarcada en un carrier no suele disfrutar de su propio camarote; es un privilegio que corresponde a pocos, aunque con tanta baja entre pitos y flautas había vacantes, en cualquier caso le importaba un carajo, tenía para repartir cuando la cosa precisaba generosidad, repartir hostias, se entiende.

Plataforma 23, estribor, número 24. Chino chano la faca en la mano. Bueno en el bolsillo, pero calentita.

- What the fuck?? - - Calla y duerme que esto es personal, visita de cortesía.- Parece mentira lo que puede hacer un dedo debidamente girado en la posición correcta. La navaja ayuda, concedido. El compañero de O’Connors que se había despertado o ya lo estaba, hizo el amago, pero en calzoncillos y frente a una navaja de aquellas dimensiones, Made in Albacete, levantó la manita pepeluí dejando muy clarito que había comprendido que aquello no tenía que ver con él, se hizo un ovillo, acunó su arranque de compañerismo, duérmete niño, que nos van coser el forrito y se dio la vuelta con la oreja puesta. Luego lo arreglarían, además al Staff Sgt. una manga de leches bien dadas a lo mejor le sentaban hasta medio bien.

A todo esto, el protagonista, el que había comprado todos los números de la rifa al golpear la noche anterior al hombre equivocado, tenía poco que aportar, probablemente, porque Gómez le tenía cogida la tráquea con bastante soltura y desahogo, que era lo que la mole pelirroja más añoraba, el desahogo. Su cara oscilaba entre violeta chillón y azul marino por momentos. Las venas de la frente, las sienes y el cuello le latían como tambores. Tenía a un pirado con una navaja en la mano dedicado en exclusiva a prestarle sus atenciones. Uy, uy, uy fue lo más profundo que se le ocurrió, en inglés, claro.

Como, pese a las apariencias, Javier Gómez también tenía corazoncito, no es que fuera un sentimental, es que no quería que se lo agujerease un pelotón de ejecución, sabía que no iba a hacerle daño a un policía militar en tiempo de guerra, pero por otro lado la asignatura de diplomacia se le dio de pena en el poco tiempo que había ido al colegio, así que decidió lo más sensato, que resultó ser lo más eficaz, de paso.

Se acomodó en el borde de la litera y miró a aquel hombretón indefenso y asustado, le dejó ver la navaja desde todos los ángulos que el giro de su muñeca le permitía y a la suficiente distancia como para que, como quien no quiere la cosa, la hoja le rozara una pestañita ahora, la nariz después, el tembloroso labio inferior. Pero eso no era más que el acto previo para establecer el inicio de la venganza. Uno conoce sus armas.

Lo que el marine vio en los ojos negros de aquel hombre le aterró hasta tal punto que su cuerpo dejó de estar en tensión, se abandonó a su suerte, pegó los cuartos traseros contra las tablas y se rindió. Moriría si el otro así lo quería, viviría exactamente por la misma razón.

Javier dejó de apretar. O’Connors podía ser tonto del culo pero hasta por su sangre irlandesa fluían genes humanos, animales, códigos de conducta ancestrales, miedos arraigados en lo más profundo de cada uno de los capilares de cualquier ser vivo. La pulsación eficaz de esas invisibles y mínimas fuerzas activó el mecanismo.

No hubo un solo golpe, ni una gota de sangre fue vertida, la navaja había desaparecido del cuadro, era ya innecesaria.

En aquella mirada había tanta muerte que el irlandés creyó orinarse cuando oyó aquel susurro en castellano:

- Jamás vuelvas a hacerlo.

No había entendido una sola palabra, pero había comprendido.

- I understand.

Salió al pasillo, cerró la puerta con mucha parsimonia tras de sí y se dirigió al hangar. Quería ver cómo estaba su avión. Le estaba tomando aprecio a aquella lata con alas.


Gómez (5) Mike y Ella.

Era una patrulla rutinaria de reconocimiento, una de tantas, charlaban, Mike le estaba contando algo sobre una chica a la que había emborrachado el día antes de dejar San Diego, reían.

Desde el sol les llegaba una pareja de zeros. Lanzados, como dardos, pegados el uno al otro. Los pilotos agazapados tras las miras debieron relamerse ante lo que iba a suceder.

Una explosión les sacudió, Gómez sintió como propio el estremecimiento de las piezas arrancadas del Dauntless que pareció detenerse un instante, como si se resistiera a creer lo que le había ocurrido, una sacudida brutal, derrotado, inhábil para continuar en el aire se abandonó a su destino y comenzó a caer, girando.

Él empujaba, ella susurraba en su idioma y puede que tal vez inventara palabras, sonidos nuevos que nacían en lo más profundo de su cuerpo. El festival de sensaciones que Javier estaba viviendo le tenía desconcertado, estaba absorto por la belleza de la mujer, la fuerza de su cuerpo elástico y menudo, su entrega. Sentía su placer y eso le proporcionaba un gozo que no había conocido antes, incluso pensó que la vida tal vez no era tan perra después de todo. Era algo nuevo, una sensación tan intensa como el combate, como la presencia de la muerte, aquel movimiento compartido, el entorno, el sol, las palabras incomprensibles que ella ronroneaba estirando su espalda, curvándola hacia atrás, tensa y elástica.

Giró la cabeza, frenético, el ala derecha había desaparecido en sus dos terceras partes, el horizonte se bamboleaba al fondo, caían. Mike no respondía. Con el hombro derecho aplastado contra el fuselaje se deshizo del cinturón. El ruido, el quejido del motor, animal casi, las explosiones. Fuego.

- Mikeeeeee!!!!!!!.

Ajustó el movimiento de sus caderas de tal forma que los pezones de ella mantuvieran un vaivén rítmico, eso le excitó aún más, a veces la atraía hacia sí para hacerlos coincidir con los suyos en el roce y volvía a levantarla, quería verla bien, entera, entregada, disfrutando como él, pensó que le leía el pensamiento cuando ella pasó de apoyarse sobre sus rodillas a estar en cuclillas sobre sus caderas.

Pateó fuera del compartimiento las cintas de munición que se le enredaban en las piernas, una de las cajas metálicas salió despedida desde alguna parte y le rozó la frente rasgando la piel. El calor intenso. El aire que no llega a los pulmones. Un avión que vio pasar, veloz, tal vez unos ojos llenos de pena, de odio o de alegría les miran al pasar.

- Mikeeeee!!!!!!

Javier corta las cintas con la navaja, sangre en las manos negras, hijosdelagranputa, cabrones.

- Mikeeeee!!!!.

Clavó el pie derecho en el soporte de la ametralladora para obtener el impulso que le permitiera sacar el cuerpo de la cabina negra de humo. El giro se cerraba, aquel despojo metálico ametrallado, torturado, se desmembraba, el mar era cada vez más inmenso, más cierta la muerte, cada segundo que tardara en saltar era una vida desperdiciada. - Mike, saltaaaa!!!! -

Cada embestida les llevaba más cerca del silencio, de ese aislamiento de toda percepción exterior que sólo los amantes, algunos, a veces, consiguen. Cuando ambos creían que no podría penetrarla más, él bajó las manos por la espalda de ella y le atrajo con fuerza hacia su cintura. Ella sintió que se licuaba, que aquel hombre la estaba llevando a un estado de placer completo, circular, perfecto, más allá del roce, la posesión o el deseo. Él sentía que se moría cuando sintió los espasmos. La mujer quedó sin aliento.

Tenía que salir, tenía que saltar, entregarse a la muerte encerrado entre aquellas planchas ardientes no entraba en sus planes. Sacó un hombro, los brazos, el torso, al fin se sentó sobre el marco inferior de la carlinga, el aire hizo el resto. La fuerza de diez huracanes le arrancó de las llamas, le parió al aire limpio y el tiempo se detuvo.

Le apartó el pelo de la cara morena, un beso en los labios, le abrazó muy fuerte y quedó inmóvil. Ella, la cara hundida en su cuello, sostuvo al hombre aún un poco más, dejándose llevar muy lejos, a un estanque de olas mínimas que partiendo de su sexo abarcaban su cuerpo entero y los ojos se le llenaron de lágrimas.

El giro lento del avión, la cara de Mike girada hacia atrás, los ojos abiertos, sorprendido por una muerte que no pudo ver llegar. Otra vuelta y el avión se deja ver, desgarrado, el silbido del viento.

Se separan.

Los árboles crecían en el mar verde, tal vez azul, de ese color indefinido que tienen las aguas quietas en el trópico, estaba desnuda junto al manglar, el cuerpo bañado en sudor, moteado de arena dorada.

El sol arriba, el mar abajo, el mundo vuelve a tener sentido.

La sombra del paracaídas.

Él nunca lo recordaría pero consiguió cortar las cintas, activar el mecanismo de la lancha, subir a ella, tenderse. Antes de perder el conocimiento sintió una puñalada de vergüenza, no había visto llegar el avión que les derribó. Deseó volver a verla y todo se hizo oscuridad.

Mike también. No.

Cuando la tripulación del Catalina le recogió repetía dos nombres alternativamente, de forma mecánica, enfebrecido: Amalda. Mike. Amalda. Mike.

Tenía quemaduras en las manos y parte de la camisa metálica de un proyectil incendiario de veinte milímetros había cauterizado la herida que había atravesado su muslo derecho de una a otra parte.
Deliraba, pero estaba vivo. Jodido pero vivo.
Dentro del PBY:
- You’re gonna be OK, mate.
- Lo que tú digas, capullo. Dame agua y quítame esa mierda de la nariz, coño.
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Mensaje por Kal »

Edito el anterior y añado este para completar el último relato, que había quedado incompleto.

Jejejejeje, parece que no han gustado mucho después de 80 "lecturas", es igual, no esperaba un premio Nobel. :mrgreen:

Gómez (6) El cura de Salamanca.

Aquello no era una isla, era poco más que una franja de arena en bajamar en cualquiera de las playas cuyo recuerdo Javier Gómez llevaba tan dentro, las playas de Cádiz.

Dos docenas de palmeras, un centenar de tiendas de campaña, tres edificios de madera, varios depósitos metálicos, muchos puestos de artillería antiaérea y docenas de aviones.

Simoro Airfield era poco más que un campamento de ingenieros, marines y un par de decenas de pilotos en mitad de la nada.

La pista de aterrizaje era una franja de blanco deslumbrante manchada de aceite y compuesta por miles de millones de pequeños animalillos marinos y coral apelmazados por los rodillos de los seabees.

El aire pesado, es difícil describir el calor húmedo de un día de sol vertical en el trópico. La humedad adhesiva impregna las manos y cuando tocas algo no sabes si los objetos pueden también sudar.Todo está mojado, todo se ralentiza, andar es como correr, dormir es imposible; el consuelo de la noche es una frustración diaria, sólo de madrugada puedes olvidar que eres el yunque de un martillo de fuego húmedo, todopoderoso e inmisericorde.

A Javier el mediodía le había pillado tirado como un fardo en un catre que había colocado en la orillita del mar, bajo una lona, por supuesto fuera de la zona de tiendas, pasándose por el forro dos o tres órdenes directas y media docena de indirectas.

- Goumesss, the boss wanna see ya, now.

- Que te follen.

- Don't talk to me in your fucking slang, you bastard. Move your ass!!

- Yeeeeees, sir.

La guasa es internacional y el teniente se largó a sudar a otra parte después de mirarle como a una cucaracha.

El "boss" que quería verle era el Capitán Frost.

- Sargento Gómez, Señor.

- Pase Gómez, tengo algo para usted. Este es el capitán Starr, de Inteligencia Naval.

- Sir.

- Goumessss.

- Gómezzzzz.

- Ok, GoomeZZZ. ¿Cómo se encuentra de sus heridas?

- Bien señor.

- ¿Se encuentra en condiciones de volver a volar?

- Sí.

- ¿Esta noche?

- Sí.

Visto lo visto, tanto en la naivideloscohone como en su vida anterior, a estas alturas a Javier ya se le habían encendido todas las alarmas previas a la situación que él llamaba "sal por patas que reparten ostias", pero quería salir de aquella playa maloliente y atestada de gringos.

Escuchó lo que los dos pájaros le habían preparado.

Se trataba de una misión "de reconocimiento". Starr pilotaría un Dauntless, él le acompañaría. Cosa fácil: llevar un transmisor a una isla situada a 93 millas al noroeste para que la red de alerta temprana y el servicio de inteligencia recibieran informes sobre actividad aérea y naval japonesa en aquella zona. Vuelo nocturno, en solitario y volver antes del alba. No hay japoneses en esa isla y no tenemos conocimiento de vuelos nocturnos, será un paseo.

- ¿Qué opina?

- ¿A qué hora?

- 2230.

- Bien.

- ¿No tiene ninguna pregunta?

- Pues no.

Sonrisas finas de oficiales educados en mesas de roble, copitas de cristal y bailes de graduación.

- Le veo esta noche.

- Señores.

Media vuelta y se marchó.

No hay nada que los mecánicos de los marines no puedan hacer con un avión si están lo suficientemente serenos y se empeñan. Habían adaptado unas planchas en los escapes para evitar que se les viera desde Tokio en la oscuridad.

Javier montó la ametralladora, comprobó los mecanismos, las cintas de munición, amarró bien las de reserva, comprobó su chaleco, las raciones de supervivencia, las bengalas, la balsa, el repelente de tiburones, puso una bala en cada una de las recámaras y activó los seguros de su dos Colts, la oficial y la que había robado a un incauto hacía un momento y se sentó a fumar tumbado sobre el ala derecha del avión mientras venía el capitán Starr.

- Gómez.

- Señor.

- Durante el transcurso de esta misión llámeme Don, ahorrémonos el tratamiento.

- Como quiera.

- ¿Y usted Gómez? ¿Cómo debo llamarle?

- Gómez.

Carraspeo y media vuelta. Ar.

Sonrisa gaditana. Guasa, vamos.

Tres mil pies, lo que viene a ser un kilómetro de altura en cristiano.
El aire es fresco y cuando el avión está nivelado y las revoluciones del motor bajan, uno puede llegar a olvidarse de que en ese mismo cielo durante el día la gente se mata con afición, en masa y mucha mala leche.
Javier se había aflojado el arnés y, de cuando en cuando, comprobaba que el tal Don estaba manteniendo el rumbo previsto.

Hacía tiempo que el artillero Gómez hacía cosas raras, llevar su propio mapa, brújula y cronómetro era una afición como otra cualquiera.
La luna apareció en el horizonte con la fuerza con que tiene acostumbrado hacerlo en esas latitudes, como un sol plateado, agradable, potente. Le faltaban un par de días para estar llena pero era suficiente para crear un río blanco sobre la calma superficie del océano.

Desde su carlinga Gómez disfrutaba primero intuyendo y luego admirando los minúsculos atolones, las islitas, las tenues sombras en la mar generadas por corrientes, rompientes e incluso los inmensos bancos de peces. Al tiempo, oteaba el cielo a su alrededor.

Cuando iniciaban el descenso creyó ver a su derecha un punto mínimo de luz azulada un poco por debajo de su nivel. Se encontraba en la zona de cielo oscuro opuesto a la luna. Entornó los ojos, enfocó su vista sacando la cabeza fuera de la carlinga.

El pequeño destello azul giraba hacia la parte trasera de Dauntless. Gritó al capitán a través del intercomunicador que efectuase un viraje a babor.

La respuesta del piloto fue inmediata. En unos segundos la silueta perfectamente definida del avión japonés se recortaba contra el reflejo de la luna sobre el agua.

La virgen!!! Un Zeke!!!

Enemy fighter, 7 o’clock low!!!!!!!

Starr efectuó un giro cerrado hacia la izquierda, Gómez le gritó que invirtiera el rumbo para mantener al caza entre ellos y la luna.

Demasiado tarde. Un torrente de trazadoras apareció en la oscuridad
describiendo un arco que les pasó por la derecha de abajo a arriba.
El tamborileo de las balas en las alas acojona un webo, por lo visto.
El capitán pateó el timón, el avión giró hacia el lado contrario y Javier pudo volver a ver la silueta del caza japonés, unos 500 metros detrás. Empezó a disparar pero apenas media docena de trazadoras bastaron para deslumbrarle.

El japonés devolvió la ráfaga, se acercaba rápidamente pero el giro y el derrape cerrado de Starr le hizo errar. Antes de que Gómez pudiera fijarlo el caza les pasó por debajo y ligeramente a la izquierda, desapareciendo en la zona oscuridad.

Javier buscaba las llamaradas de los escapes, pero el otro debía haber cortado gases tras sobrepasarles. Ahora ellos estaban entre la luna y el caza que, sin duda, podía verles. El no veía nada. Supuso que habría subido y que vendría desde la oscuridad y alto. Hacia esa zona apuntó la Browning. Esta vez no hubo trazadoras. Varios impactos y explosiones sacudieron el aparato, pepinazos de 20 milímetros supuso Javier.

- Cagontuputamadrecabrón.

En medio de otro giro salvaje en dirección contraria Gómez pudo ver los fogonazos del cañón y apretó el disparador. No sabía si estaba acertando, imposible.

Desapareció, bajaron 1500 metros a toda velocidad, viraron varias veces, finalmente estabilizaron. El japonés se había largado, desapareció en la noche como había venido.

Estaba sudando, empapado como si le hubiera llovido agua en vez de balas. Entonces percibió ese olor. Olía a algo más que a cordita o a sudor. Era líquido del circuito hidráulico o combustible o humo del motor, o tal vez todo junto, les habían dado bien.

Como Dios le dió a entender Starr consiguió nivelar el avión y lo enfiló hacia la isla más próxima.

Javier sabía que estaban cayendo, de forma más o menos controlada, pero caían, se la iban a dar, vamos. El interfono no funcionaba.
El chiclanero veía que el timón de dirección permanecía inmóvil, bloqueado levemente hacia la derecha, el piloto compensaba con una leve inclinación de las alas, mala cosa para aterrizar sobre agua o arena.
Muy probablemente los flaps no iban a funcionar por lo que el aterrizaje, o peor, el amerizaje, iba a ser de los de agárrate que la ostia está cantada.

Cuando tuvo claro que el piloto iba a tratar de aterrizar se quitó el paracaidas y lo colocó detrás de su nuca, previendo el estacazo que se iban a dar, no tenía ganas de partirse el craneo o la espalda; aseguró su chaleco, ató a su cintura la bolsa conteniendo el botiquín, el kit de supervivencia y una de las colts, metió la otra pistola con las raciones de comida y las bengalas. Sacó la ametralladora de su anclaje, retiró la cinta de munición y la terció frente a su pecho.

Luego esperó. Observaba las olitas mínimas. Calculaba la altura.
Esperó rompiendo su mapa en pequeños trocitos y canturreando un tanguillo para que se le pasara el canguelo.

- Manda cohones, mare.
- Manda cohone.

Cuando estaban a unos treinta metros de altura arrojó la ametralladora por un costado. Hizo lo mismo con las cintas de munición y todos los objetos metálicos de la carlinga que pudieran golpearle. Se giró por última vez hacia delante y se preguntó si llegarían lo suficientemente cerca de la playa.

Starr cortó motor. La cola cayó levemente, bandazos a derecha e izquierda, agua, agua y más agua. Ruidos metálicos, planchas arrancadas, un giro tremendo a la izquierda y todo quedó en silencio.
El avión se estaba hundiendo mucho más rápido de lo que aconsejaban el manual y la salud. Arnés fuera, gaditano fuera.
Saltó sobre el ala de estribor, infló el chaleco, accionó el mecanismo de aire comprimido de la balsa, se ató el cabo al tobillo izquierdo y se giró buscando al piloto. No estaba en la carlinga.
Joder, ¿dónde está este tío?

- Goumesss. Apenas un susurro.

- Coño. ¿Dónde está?

Ya nadaba hacia la isla. A unos diez metros.

- Venga aquí y súbase a la balsa, hay tiburones, joder.

Javier metió la cabeza en la carlinga del piloto, cogió los mapas y usando una de las pistolas como si fuera un martillo destrozó las radios después de comprobar que el sistema eléctrico no funcionaba. Ni SOS, ni mandad un hidro, ni pollas. Cojonudo.

Buscó los libro de códigos y frecuencias.
Starr estaba ya subiéndose a la balsa. Gómez le tiró los mapas y los libros y le dijo que los destruyera.
El otro, pelín avergonzado por las prisas, empezó a romper papeles.
El avión había dejado de hundirse, medio fuselaje fuera. Desde el aire iba a ser fácil verlo.

-Cagonlaputa.

- ¿Tiene idea de dónde estamos?

- Pues... calculo que nos hemos desviado unas veinte milas al este de nuestro rumbo previsto, debemos estar a unas diez de...

Pffffffiuuuuuu. Shafff.

La garganta de Starr simplemente explotó, su cuello realizó un giro imposible e inmediatamente después se oyó el disparo.
Javier cayó al agua impulsado por el susto y el peso del cuerpo del capitán al derrumbarse. Empezó a hundirse, tres metros por debajo de la superficie su rodilla izquierda se clavó en la arena del fondo y se lanzó, buceando en dirección contraria, de vuelta al avión, pasó por debajo de la cola y se escondió detrás, de puntillas sobre un ala.

Oía voces lejanas de dos hombres:
- Americanoooooooo.

Silencio.

- Americanoooooooo.

El americano está muerto, coño, yo soy de Cádiz, pensaba Javier Gómez el chiclanero con la guasa que le entraba cuando estaba realmente acojonado.
Ahora explícale a estos cabrones dónde está Chiclana. Cagondió.

- Americanoooooooo. Amigoooooo.

La Virgen, menuda jeta tienen estos japoneses.

- Americanoooooooo. Perdón. Amigoooooo.

¿Perdón?, esto es la leche.

A ver, la marea subirá, me voy a quedar aquí en medio, sólo la cola quedará fuera del agua. Piensa coño, piensa.
Lo siguiente fue para mear y no echar gota.
En perfecto inglés, desde la playa, la voz jadeante de un hombre maduro gritó:

- Piloto americano. Soy el padre Acosta. Dominico. Ustedes traían una radio para nosotros, su zona de aterrizaje estaba preparada en la bahía de Baruka, debían aterrizar allí sobre las doce de la noche. Estos hombres le han confundido, pensaban que era usted japonés.

- La madre que me parió.

Gómez no daba crédito a lo que estaba oyendo. Pensó un momento y respondió en español:

- ¿De dónde es usted padre?. (En castellano en el original).

Silencio. (Va a dar igual el idioma)

- De Salamanca. (También en castellano)

Ostia puta!!!. (Y esto)
- Dígale al del rifle que se lo meta en los huevos, que voy.

- Ok. Venga tranquilo.

- LOS COHONEEEE!!!. Le salió del alma.

Cuando se enfrentaron cara a cara, no supieron qué decirse. El cura preguntó si estaba herido, Javier dijo que estaba bien pero habían matado a su compañero. Le explicó que era un avión con dos tripulantes.
El sacerdote se santiguó; visiblemente enfadado dijo algo en una jerga indescifrable y dos tipos pequeños y medio marrones dejaron sendos rifles en la arena y se lanzaron al agua, regresaron con el cadaver de Starr en la balsa y carita de no haber roto jamás un plato, mirándose las uñas de los pies. Más cháchara ininteligible.

- ¿La radio?, preguntó el cura.

- Destrozada.

- ¿Tiene que recoger algo del avión?

- No, pero se va a ver desde muy lejos tal y como ha quedado.

- Bien, nos ocuparemos de eso. Y se dirigió a los nativos en su lengua señalando hacia el aparato.

- Sígame, por favor.

Camino de unas cabañas ocultas en la selva el padre Acosta le dijo al gaditano que llevaba más de media vida en aquellas islas. Como muchos otros curas españoles y portugueses realizaba su labor misionera en antiguas colonias, posesiones o simples reductos de lo que fueron los imperios español y portugués en el Pacífico, también había muchos colegas holandeses, pero eran protestantes y poco sociables.
Le explicó que su parroquia estaba en una isla que ahora estaba ocupada por los japoneses, que tuvo que ocultarse cuando llegó un destacamento de su infantería de marina repartiendo más bayonetazos que sonrisas y se cargaron a todo occidental que pillaron por banda y a bastantes nativos que no tuvieron la precaución de salir por piernas. Unos feligreses le había ocultado hasta que una noche le sacaron en canoa de la isla.

Ahora coordinaba un grupo de guerrilleros locales contra los japoneses. El Capitán Starr había estado dos semanas antes allí, llegó a bordo de un submarino, concertaron la entrega de la radio y los códigos para esa noche. Con ese equipo Acosta enviaría a la Navy información sobre los movimientos aéreos y navales japoneses de los que tuviera conocimiento.

- ¿Y usted? ¿Qué hace un jóven de Cádiz en la armada norteamericana?

- Yo qué sé, padre, la vida.

Para el mediodía Javier había podido saber que los japoneses raramente aparecían por la isla, que solían aterrizar hidraviones muy de vez en cuando; en esas ocasiones dos o tres infantes recorrían la playa y algo del interior. Hasta el momento no habían llegado nunca a descubrir el poblado. Los nativos, siguiendo instrucciones de Acosta tenían establecidos turnos de vigilancia. Anotaban con métodos primitivos pero efectivos los aviones japoneses que veían, solían ser formaciones de bombarderos que contaban, anotando su rumbo con ayuda de una pequeña brújula, lo mismo hacían con los barcos, tomaban nota de su aspecto, número y rumbo aproximado. Todo estaba escrupulosamente anotado en un misal editado en Alcalá de Henares en 1892 que el cura mantenía oculto en el tronco de un árbol que servía de soporte a una primitiva letrina de madera.

Javier recorrió la playa en la que habían amerizado y vió que el avión había sido cubierto con ramas cortadas de manglares próximos, lo habían hecho a conciencia, sería imposible desde arriba distinguirlo de los árboles con raices en el mar que estaban diseminados por la zona.

Preguntó por la tumba de Starr cuando le entregaron su pistola y sus chapas de identificación. Le señalaron un punto en la selva próximo a la playa y vió que no había la más mínima señal que delatase la tumba.
Quedó unos instantes mirando el pie del árbol donde yacía el capitán y pensó: Menudo navegante de los cojones. Mala suerte. Miró a su alrededor tratando de grabar en su memoria el lugar por si tenía, en el incierto futuro que le esperaba, ocasión de informar a quien correspondiera.

Si alguna vez tuvo una conciencia cristiana, si alguna de las ostias que los curas le habían dado en los pocos meses que fue al colegio sirvió para guiarle por el camino de la caridad no era consciente de ello, la cosa es que, cuando ya se marchaba, se giró y a modo de plegaria dijo:

- Que puta es la guerra, compare. Se te acabó lo que se daba.

A eso de las dos de tarde estaba con el padre Acosta cuando oyeron un motor de avión. Uno de los nativos le dijo algo al cura, que se levantó, Javier le siguió.

Bajo las ramas, en el perímetro de un pequeño claro vieron que se trataba de un hidro japonés volando a muy baja altura, pasó de largo.
Javier preguntó cómo podría salir de allí y supo que no tenían manera de comunicar con los americanos, supuso que enviarían a alguien con otra radio y se lo tomó con calma, fue un agradable día de tomar la sombra, baños de mar, vino de palma y parrafadas con el cura.
Antes de la caída del sol hubo otro revuelo en el poblado. Apagado por la vegetación una especie cuerno de caza sonaba intermitentemente.

El cura dijo: sígame.

Corrieron a través de la espesura, subiendo una loma mínima, treparon a una plataforma oculta entre las ramas y vieron una formación de cuatro cazas procedentes del sureste.

- Javier: Son cazas americanos.

- Acosta: Lance una bengala.

Dos de los cazas bajaron girando sobre la isla, Javier lanzó la señal cuando consideró que la zona en que se encontraban estaría dentro del campo visual de los pilotos. El líder de la formación balanceó el avión repetidamente, hicieron otra pasada, giraron y desde uno de los aparatos salió disparada otra bengala. Javier lanzó una segunda. Otra pasada de los Wildcats, saludito y rumbo a casa.

- Bien.

- Bien.

Javier preguntó por la Bahía de Baruka suponiendo que irían a buscarle allí, probablemente esa misma noche o a la mañana siguiente. El cura le dijo que él le llevaría.
Fueron con dos nativos cuando el sol se ocultó.

Cuando salían de la selva...

- ¿Qué es aquello, padre?

Un manotazo salmantino le empujó contra los helechos que les llegaban a las rodillas.

- Infantería de Marina japonesa.

"Aquello" era una sombra en la orilla. "Aquello" era una pequeña patrullera japonesa. "Aquello" era algo que el sistema de alerta que con tanto trabajo trataba de establecer el cura debería haber detectado.
Si hubiera sabido que los vigías en la bahía estaban borrachos como piojos con la retozante y complaciente compañía de unas mozas ese cura de Salamanca no hubiera susurrado menos barbaridades por su boquita. Hasta Javier Gómez, cuyos juramentos eran variados, numerosos e imaginativos se sorprendió al oir los susurros del padre: me cago en la puñeterísima ramera que engendró a esos vagos de mierda, si es que no se puede con estos ciervos, el demonio los confunda a todos.

- Padre, joer. Cállese.

A lo lejos los japoneses, media docena, parecían bastante relajados, encendieron un fuego y parecían estar comiendo.
Entretanto, Javier inspeccionaba la playa. Considerar aquello como una pista de aterrizaje era como mínimo optimista. Sólo un buen piloto podía aterrizar allí sin cargarse el tren, tampoco el espacio disponible dejaba mucho margen para salir indemne del más mínimo error. Unos cuarenta metros de ancho, el mar a un lado, la selva al otro, no más de quinientos metros de longitud.

Un par de horas esperando, media hora dando un rodeo por la selva. Ahora estaban observando a los japoneses desde unos cincuenta metros de distancia. Dos estaban sentados junto al fuego, otros tres tumbados sobre la arena y el último se dirigió hacia la patrullera borracho como Pepe el Pellas en noche de feria.

Uno de ellos emitía una especie de lamento monótono sin ritmo, algo así como una letanía monocorde y aburrida que cuando cesó arrancó encendidos aplausos de tres de los soldados. Dos de los tumbados se revolvieron y siguieron durmiendo.

- Manda webos. Era una canción.

Una hora más. Cesaron los cánticos, todos parecían dormir.
Gómez se giró hacia los nativos. Al que parecía ser más espabilado le señaló el machete que llevaba, luego la patrullera e hizo el gesto internacionalmente conocido de pasarse el índice de uno a otro lado del cuello. El otro comprendió al instante.
Miró al cura, éste bajó la vista y asintió, santiguándose.

El padre Acosta no había visto el cuchillo reglamentario de los marines que Gómez llevaba en la bota de su pierna derecha. Tampoco le había visto nunca afilarlo y, por supuesto, desconocía la habilidad que el gaditano tenía haciendo uso de un arma de ese tipo. Lo que sí pudo ver claramente fue cómo su paisano se quitaba las botas, el cinturón con la colt y las chapas de identificación. Cómo sacaba la pistola de su funda, se la metía en la entrepierna y cómo se acercaba hacia los cinco soldados tendidos en la arena.

Javier esperó a que los nativos subieran a la patrullera para acercarse a los cinco que dormían en la playa.
Tomó, uno a uno, tres fusiles que había cerca de la hoguera que se extinguía y los apartó un par de metros, cuidadosamente los cubrió con arena sin perder de vista a los soldados y se acercó al primero.

En sus años de ministerio el Padre Acosta había visto costumbres tribales que le horrorizaron, había visto heridas provocadas por armas, por animales, por caídas, por accidentes, había visto los efectos de fusilamientos, ahorcamientos y apuñalamientos, la muerte era parte de su trabajo, pero nunca antes habían adquirido en su mente tanto sentido las palabras de la biblia sobre el Ángel de la Muerte.

Lo que vió hacer a Gómez le asqueó de tal forma que cuando el segundo soldado recibió la puñalada en la base del cráneo seguida de un movimiento circular de la empuñadura del cuchillo tapó sus ojos con sus manos y empezó a rezar.

Un disparo.

El último japonés, dormido aún, recibió una bala del calibre .45 en la sien.

Gómez estaba asqueado. Tenía ganas de vomitar, para disimularlas se dirigió a la orilla y se lavó las manos muy despacio.

Veía tras de sí al padre Acosta administrar no sabía qué sacramento, si lo era, a los cadáveres. Le dejó hacer y fue a la patrullera. Los nativos le había quitado la borrachera, el reloj y los pulsos de la sangre, como dice la copla, al sexto japonés y andaban de pillaje por la embarcación.

- Dígales que vayan a por alguien, yo trataré de arrancar eso, tienen que meter todos los cadáveres y hundir la lancha donde no sea visible desde aire. Que no la caguen y la dejen a tres metros de profundidad sobre arena blanca o será lo mismo que dejarla donde está. Y que busquen los fusiles, están ahí mismo. ¿De acuerdo?.

- Sí. Apenas un susurro.

Fue una noche silenciosa y larga.

La mañana pasó, la tarde después y poco antes del anochecer un Catalina desembarcó a dos oficiales de Marines con otro equipo de radio, se quedarían en la isla; Javier volvía a Simoro. Dos Wildcats sobrevolaban la bahía, sus pulidos fuselajes reflejaban los últimos rayos anaranjados de aquella tarde de abril en el trópico.
Gómez se acercó al Padre Acosta. Cuando finalmente éste le miró a los ojos por primera vez desde la noche anterior, le tendió la mano, el cura se la estrechó con fuerza y dijo:

-Gracias hijo. Que el Señor te acompañe.

- Gracias Padre, pero creo que me abandonó hace tiempo.
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Iosef
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Mensaje por Iosef »

:lol: :lol: :lol: :lol: BUENISIMO KAL, de donde has sacado esto?
Y una duda, porque el autor parece estar al loro del material y usos de la US navy y de la guerra del pacifico, pero que te pille un 20 mm en una pierna y no te la descuajaringue ya es un poco coña no?
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Mensaje por Adelscott »

:D :D Que bueno. ¿Es tuyo?. Desde luego no sólo esta bien escrito sino que además parece bien documentado y ambientado. Y muy visual, yo casi estaba viendo la historia en viñetas...
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Pytor
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Mensaje por Pytor »

Cojonudo :Ok: . Esta a la venta el libro o es un relato tuyo?
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Mensaje por El.Rey »

Muy bueno el relato, estilo Reverte :mrgreen:

Dos detalles los aviones torpederos japoneses llevaban tres tripulantes y no parece muy lógico en un aterrizaje forzoso sacar la ametralladora movil de su sitio y cruzarsela. El impacto del arma aunque lleves el arnes puesto causaria probablemente la rotura de varias costillas. Otra cosa el Dauntless llevaba dos ametralladoras traseras.

Pero el relato muy bueno... el Nobel no, pero te podemos dar el Planeta :mrgreen:
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Mensaje por ingtar24 »

¡¡Qué guapo!! ¿Es tuyo o lo has sacado de algún libro? :mrgreen: :mrgreen:
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Mensaje por Iosef »

El.Rey escribió:Muy bueno el relato, estilo Reverte :mrgreen:

Dos detalles los aviones torpederos japoneses llevaban tres tripulantes y no parece muy lógico en un aterrizaje forzoso sacar la ametralladora movil de su sitio y cruzarsela. El impacto del arma aunque lleves el arnes puesto causaria probablemente la rotura de varias costillas. Otra cosa el Dauntless llevaba dos ametralladoras traseras.

Pero el relato muy bueno... el Nobel no, pero te podemos dar el Planeta :mrgreen:
La saca de su posicion, pero la tira cuando calcula que esta a 30 metros junto a los objetos que le pudieran golpear en el aterizaje forzozo.

Y si, gran relato Kal. es tuyo?
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Kal
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Mensaje por Kal »

Los seis relatos son míos.

Disculpad las incorrecciones históricas o técnicas.

Como decía antes, no hay mucho lugares donde uno pueda colgar relatos ambientados en esa época.

Gracias por dedicar un momento a comentarlos.
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Mensaje por Kal »

El avión que hasta este relato ha volado Gómez es un Douglas SBD-2, el uso de montajes gemelos de ametralladoras defensivas orientables hacia popa y los costados entró el servicio con el modelo SBD-3.

Para muestra un botón: Fuente Squadron Signal 64, SBD Dauntless in action.

Imagen

Los pilotos solían decir que el código de designación SBD significaba Slow But Deadly, bromas aparte lo cierto es que a causa de ese aparato los japoneses perdieron centenares de miles de toneladas durante la guerra y que sus tripulaciones se jugaron la vida "a pecho descubierto" para dejar en las obras vivas de los navíos enemigos sus pepinos.
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Mensaje por McLarry »

Muy, pero que muy buenos, me encante ese estilo Pérez Reverte.
¿Has intentado publicarlos?
Si tienes más no dudes en postearlos
"Muy buena esa orden, no me la esperaba"
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Iosef
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Mensaje por Iosef »

Si, es cierto, me ha recordado en algunos momentos "la sombra del aguila"
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Adelscott
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Mensaje por Adelscott »

Oye, ¿tienes mas andanzas de Goumess por ahí?.
Y otra cosa, aqui hay gente que sabe mucho de tanques, de armas, de aviones etcétera, porque para incomprensión de la mayoría prefieren leerse un manual del Panzer III que El Codigo Da Vinci 8) (lo he puesto facil ¿eh?), pero tus relatos, al menos para alguien que lo desconoce casi todo en la materia, paracen más que bien documentados sobre la guerra aeronaval (modelos de aviones, características, lenguaje marítimo, etcétera...). Ya imagino que no serás un divertido octogenario rememorando su juventud, pero no se, detras de esa frescura, ese humor, hay algo que le da bastante cuerpo a los relatos. Tio, sácanos de dudas...
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Mensaje por El.Rey »

Kal escribió:El avión que hasta este relato ha volado Gómez es un Douglas SBD-2, el uso de montajes gemelos de ametralladoras defensivas orientables hacia popa y los costados entró el servicio con el modelo SBD-3...
¿Aun habia SBD-2 volando en la epoca de tu relato? :? Pensaba que los portaaviones durante el Mar del Coral y batallas siguentes en las Salomon ya tenian SBD-3 (entró en servicio en 1941 y se utilizaron en los siguientes escuadrones VB-3, VB-5, VS-2, VS-3, VS-5 y VS-6 durante ese año, de ahi mi comentario) :wink:
Aunque revisando por internet el Enterprise y el Lexington a finales de 1941 tenian SBD-2 embarcados (VB-6 y VB-2) y el Lex estuvo en el Mar del Coral. :D
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Sorel
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Mensaje por Sorel »

IMPRESIONANTE :shock: :shock:

De verdad, Kal, me ha parecido buenísimo. No sólo es que esté bien escrito, es el ritmo, la descripción de la acción, la elección de los personajes.

Acohhonao mas dejao.

¿Y qué más da que los Dauntless 3 entrasen en servicio antes o después?
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